Juicio Final-Concierto-Encíclica

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Tres palabras, tres conceptos, que inicialmente al lector, le podrá parecer que no tienen relación alguna. En mi interioridad, sí la tienen.

El concierto del primero de enero que se trasmite por TV desde Viena, lo espero y lo contemplo, con una actitud casi religiosa. Debo advertir que siempre en diferido. Mis obligaciones ministeriales no me permiten hacerlo de otra manera. Tiene sus ventajas. Primeramente, me libro de algunos remordimientos de conciencia. El acontecimiento, es una manifestación del más rancio clasismo. Asistir personalmente, supone gastar mucho dinero y comprar la entrada, de elevado coste, con mucho adelanto. Nada de ello me es posible. Pero es que, cuando lo veo en la pantalla, además de gozar de la música selecta y del armonioso movimiento, me satisface el acierto del equipo emisor, los técnicos de imagen y sonido. Me fascina tanta hermosura acumulada. Música y ballet son dos realidades que me llevan a lo Trascendente. La belleza conduce a Dios y lo experimento vitalmente. Desde la que supo crear el compositor, la fidelidad y pasión de los intérpretes, el dominio del cuerpo de los danzarines, que supera dificultades de rigidez y domina la gravedad, en ciertos momentos cree uno que ni siquiera pesan, hasta el dominio de la luz y los encuadres. Todo resulta maravilloso. Así debe ser el Cielo. Más que cualquier representación plástica de los mejores artistas, este concierto, resulta para mí, parábola de mi esperanza eterna, imagen de lo que debe ser la existencia de los seres queridos que ya han muerto, que el espectáculo me evoca y con los que me siento en aquel momento unido. Como nunca estudié música, una partitura me resulta tan ininteligible como los ideogramas chinos, el concierto me introduce en el misterio. Gozo de lo lindo, gratuitamente, apaciblemente, saturado. Algo así debe ser el Cielo, vuelvo a repetirlo. Llega el final: la marcha Radetski. Entonces director, profesores y hasta el serio público, rompen normas y se unen con el ritmo de sus palmadas, gozando al unísono. Parecerá ridículo lo que voy a decir, pero lo digo: me siento en el encuentro del final de los tiempos y lloro de emoción.

Segunda cuestión. Se anunció otra encíclica y se avanzó el tema: la esperanza. Supuse que cuando nos llegara el texto encontraría citas de Ch. Peguy, el poeta místico de esta virtud, pero no fue así. Al empezar a leer el documento, me desconcertó. Era un texto denso. Las citas, principalmente, de autores foráneos. Se nota que su formación, su erudición, es germánica. De cuando en cuando aterriza en la realidad simple de lo puramente humano-cristiano. Se aleja de las cumbres teológicas y, como una dádiva generosa, ofrece una reflexión sencilla y sublime. Sorprende que en un texto de 21 páginas, dedique casi una, a una mujer sorprendente: Santa Bakhita. Cuando fue reconocida su bondad, el día de su beatificación, pasó inadvertida su historia para muchos. A mí me extrañó aquel rostro carente de atractivo y aquella historia personal sin hechos relevantes. Esclava negra, vendidas varias veces desde su infancia, sin estudios ni escritos deslumbrantes. Sentí en mis adentros que la Iglesia se lucía, al elevar a los altares a un ser, aparentemente, tan vulgar. Me ha satisfecho constatar que una tal historia ocupe lugar preeminente en el documento.

A principios de los sesenta del pasado siglo, me dijo una hermana mía: los sacerdotes siempre habláis del infierno y nunca predicáis del Cielo, no le faltaba razón entonces. De aquí mi sorpresa: el texto pontificio dice que va a tratar del Juicio Final. Reconoce que es un tema que ocupa un lugar fundamental en la Fe cristiana, también que las representaciones plásticas no hayan reflejado acertadamente su mensaje. La reflexión del Papa ilumina serenamente la esperanza futura. He vuelto a leer el texto reviviendo en mi interior el concierto del que hablaba. Había armonía entre ambos. Inicio el trimestre enriquecido espiritualmente por uno y otro.