El Templo de la Sagrada Familia- Artesanía cristiana

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Cuando nos trasladaron a Cataluña, una de las primeras visitas familiares que nos programó mi padre, fue a ver este famoso monumento. Recuerdo mi asombro ante la enormidad de aquellas torres. Por aquellos tiempos, parecía que nunca se iba a acabar el templo, que lo levantado sería para siempre como mudo testimonio de la imaginación y destreza de Gaudí. Por entonces parecía que lo único que impedía la continuación de las obras eran los gastos. No recuerdo que se  cuestionaran otras  dificultades. Hoy el gran edificio es tema de muy otros interrogantes, de manera que uno pudiera pensar que se han dejado de lado las obras, para cuestionar túneles, estilos de posteriores acabados o criterios urbanísticos.

 

Ser viejo amigo de Mn Bonet, párroco del Templo, tiene sus privilegios. Lo constataba el pasado jueves cuando nos empinábamos por estrechas escaleras metálicas, entre un sinfín de estructuras. Mientras subíamos, nuestro amable cicerone iba señalando los metros que superábamos. Cual altímetro viviente. Yo veía, miraba, meditaba y fotografiaba. Ofrezco algunas de las reflexiones que me hice.

 

En aquellas alturas uno se sentía ajeno a las discusiones de estos días. Teníamos a unos palmos de distancia lo que serían cúspides de las bóvedas. Allá arriba topaba uno con trabajadores entregados a los más diversos menesteres. Los equipos de soldadura, los escaladores dados a fijar tendidos, los montadores de moldes que sellaban con silicona, se mezclaban con sacos de cemento, bloques de piedra tallada, hierros doblados y soldados con exactitud y, en algún rincón, montoncitos de fragmentos, que pegados a los planos, formarían más tarde, la primorosa decoración tan peculiar en este estilo. El bosque de andamiajes era impresionante, los acabados arquitectónicos semejando ora frutos mediterráneos, ora símbolos litúrgicos, admirables. Pensando en las  noticias de prensa, sobre la oportunidad de que pasara el AVE en su subsuelo, se sentía uno allí arriba, en este laborioso y cordial mundo, como estuviera en otro planeta. Lo de cordial lo he dicho porque sorprendía gratamente, la amabilidad reinante entre este enjambre laboral y el Párroco, nuestro compañero y amigo.

 

Me decía mientras fotografiaba el precioso vitral de la resurrección, evidentemente el tema requiere esta minuciosa ejecución, pero ¿es preciso tantos cuidadosos detalles decorativos, para adornar superficies que nadie será capaz de distinguir luego desde abajo?  Imaginé que no existieran en el edificio y me di cuenta de que el resultado no tendría aspecto de sobriedad, sino de pobreza, miseria. Aquel diseño grandioso exigía la riqueza de detalles. Me di cuenta entonces, de que aquello que estaba viendo era una parábola de la  Santa Madre Iglesia.

 

Hablo de la Esposa del Señor. Desde tribunas solemnes se discute, exagerando, la oportunidad de un gesto (si el Papa ha celebrado misa de cara a la asamblea o no, por ejemplo) o de la exactitud de las palabras de un documento recientemente publicado. Pensadores en su entorno, no faltarán nunca. Pero si sólo ellos existieran, la  Santa Iglesia semejaría un enorme buñuelo. Pensé entonces en la hermanita que cuidaban con primor a ancianos, en la que se entregaba a la oración cotidiana sin comprobar resultados, en la que colocaba flores junto al sagrario, en el monje que monótonamente salmodia su oración cada jornada, en el misionero que enseña a leer a aquel chiquillo tan alejado de su propia cultura, en el que acoge en hospitales a tantos enfermos, que deberían poder curarse si estuvieran mejor distribuidas las riquezas (a él esta última cuestión no le quita el sueño). Esta multitud de pequeñas dedicaciones, de la que no habla la prensa, es la gran fortuna de la Iglesia. De mi Iglesia acogedora, mi madre que me arropa, que me alberga y me enriquece, aunque no se note. Mientras consideraba estas cuestiones, me fijaba en el montón de trocitos de diversas formas y tamaños que un día, pegados a las inmensas paredes, serán la admiración y gozo de los visitantes. Eran símbolo de lo que he recordado y me atreví a meterme en el bolsillo, furtivamente, un fragmento. Lo hice como si me apropiara de un padrenuestro ignoto, de una venda de cura de un dispensario tercermundista, o del beso a un moribundo.