II Domingo de Cuaresma, Ciclo A

Mateo 17, 1-9: Transfiguración

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

No dice el evangelio en qué lugar ocurrió el suceso que leemos este domingo. La tradición asegura que fue en el Tabor. Es una montañita muy linda, que dirían los sudamericanos. Plantada en medio de la llanura de Esdrelón, la forma alargada de su cumbre, rematada hoy en día por la basílica, es inconfundible. Sirve de referencia, de orientación, cuando uno vaga por aquellas tierras de Galilea. He subido bastantes veces a la cima, siempre en coche, viendo con envidia como adelantaba a jóvenes que lo hacían a pie, como lo haría el Señor. El trayecto, todo él de curvas muy cerradas, dura 12 minutos. El desnivel desde el llano es de 400m. Por la manera de presentar el acontecimiento, ocurrió este a finales de verano, durante aquellas fiestas, que perduran todavía, las de las cabañas o sukot. Conmemoraban los israelitas su largo peregrinar por el desierto y vivían unos días fuera de las ciudades. Jesús amaba la naturaleza y la amistad, de aquí que se fuera de excursión con sus más íntimos y al llegar a su destino, sin más preparativos, durmieran al raso. Yo no sé, mis queridos jóvenes lectores, si alguna vez habréis hecho vivac. Es una de las experiencias más deliciosas del excursionismo. Lo practica uno cuando se siente bien, no hay peligro de lluvia y ninguna prisa tiene por quedarse dormido, sabiendo que se despertará, aunque no lo quiera, cuando amanezca. Cubrirse exclusivamente con el manto azul del firmamento, es una buena práctica para soñar deliciosamente. En una tal situación los vemos a ellos, sin sobresaltos, observando asombrados como conversaba el Maestro con Moisés y Elías. ¡no era moco de pavo, la visión! ¡que suerte tenían!

¿Cómo supieron que eran ellos? ¿Por su aspecto? ¿Por su conversación? ¿Creéis, mis queridos jóvenes lectores, que hubierais sido vosotros capaces de entender lo que decían? Ni Pedro, ni Santiago, sabrían leer, ni escribir. Por los hechos posteriores hemos de creer que Juan, un chico de no más de 14 años, algo sabría de letra, sin llegar a tener la cultura escolar que vosotros tenéis. Pero eran capaces de seguir una conversación del Maestro con el Gran Legislador y el Gran Profeta. A un simposio de tal categoría no le es dado acudir a cualquier hijo de vecino. Se asombraron. Una buena actitud, no todos son capaces de tenerla. Pedro, un hombre de reacciones primarias, constata que han olvidado hacer las cabañas que todo el mundo levanta estos días y algo aturdido propone construirlas. Algo hay que hacer. No es justo que en tal situación uno esté pasivamente. Jesús, sin duda, sonreiría al escucharle. Han sabido reaccionar bien, de aquí que se oiga al Padre que a ellos se dirige: es mi Hijo mimado, escuchadle.

¡Tanta escenografía para un tan corto encargo! ¡Un tan gran mensaje, condensado en tan pocas palabras! Si lo pensáis bien, no os extrañará tal proceder. Valía la pena el decorado y la megafonía. Viendo la calidad de un marco, descubrimos, muchas veces, la categoría de una pintura. Voz del Padre, compañía de Moisés y Elías, proclamaban la importancia que tenía quien desde hacía un tiempo se había hecho para ellos compañero entrañable de fatigas.

Dejada a la espalda la gran basílica, erigida en honor del misterio de la Transfiguración, ve uno hoy en día, al lado del camino, una ermita que recuerda las últimas palabras del episodio. El Señor compartía con sus más íntimos amigos, el más prestigioso título que podía ostentar: el de Hijo predilecto de Dios. Tocaba ahora comunicarles un misterio: su muerte y resurrección. Era una portentosa confidencia. Pero debía permanecer en el secreto de su interioridad. Hablarían de ella más tarde: cuando resucitara de entre los muertos. Pero ¿por qué se le había ocurrido hablar de la muerte? El Maestro desconcertaba siempre. No podía ser de otra manera. De no sentir su misterio, hubieran creído que era como uno de tantos que podían encontrar en cualquier mercado. No estaba hecho a medida humana, a pesar de presentarse al nivel de los hombres sencillos. Aquí estaba la gracia de su compañía. Lo notaban ellos siempre, sin saberse explicar en qué consistía.