IV Domingo de Cuaresma, Ciclo A

Juan 9, 1-41: El ciego de nacimiento

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Muchos de vosotros, mis queridos jóvenes lectores, habréis pasado
temporadas durante las que os parecía que todo el mundo os acechaba
con malas intenciones. Tal vez entonces, alma cándidas os han dicho
que sufríais manías persecutorias, u os lo habéis creído vosotros
mismos. No os alarméis, Jesús pasó por situaciones semejantes,
especialmente al final de su vida.

Os voy a contar algunas. Había acabado el incidente aquel de la mujer
encontrada en adulterio, que él no la había condenado, cuando se metió
en otro berenjenal, que le ocasionaría nuevos problemas. Semejante
situación es la que nos explica el evangelio de hoy. El inicio de la
narración lo sitúa el evangelista a la salida de la explanada del
Templo y el otro punto de referencia es la piscina de Siloé. Piscina,
en este contexto, significa gran depósito o cisterna, que en este caso
se abastecía del celebre manantial del Guijón, mediante un túnel
horadado en la roca viva. Esta particularidad la hacía notable y
también el hecho de que de ella se sacase el agua en las fiestas de
las cabañas, o sukot. El trayecto a pie entre uno y otro punto, no
supera los diez minutos, lo he recorrido unas cuantas veces. El estado
actual de aquel sumidero es lamentable, parece un charco sucio. Casi
nadie lo visita, cosa esta que también tiene sus ventajas, ya que
puede uno meditar el prodigio, sin que nada espectacular le distraiga.

El hecho en sí es sencillo de explicar. Acordaos de que se trata del
encuentro de Jesús con un ciego de nacimiento. Unas reflexiones al
respecto. Le pone saliva y tierra en los ojos y le recomienda que se
los lave en la susodicha piscina. Lo que se preguntaban los discípulos
entonces es lo que todos, en un momento u otro, nos preguntamos ¿de
donde viene el mal que sufre el hombre? ¿Quién es el culpable de sus
desgracias?. De antiguo se había oído explicar que el pueblo hebreo
sufrió los 40 años del desierto como castigo por su infidelidad.
Posteriormente se le había dicho que el mal del destierro en
Babilonia, le había servido para purificar a la sociedad que se había
alejado de los designios de Dios. Un ciego de nacimiento ¿a qué, o a
quien, se debe atribuir su desgracia? Lo de que el mal sea un castigo
estaba, y está, muy metido en las entrañas de la gente. Pero, en este
caso, si el mal comportamiento había sido de sus padres, era una
injusticia que él sufriera consecuencias adversas. Tampoco se podía
afirmar que aquel hombre fuera el culpable, porque nadie es capaz de
pecar antes de haber nacido. Se trata del misterio del mal del
inocente, que tanto nos preocupa y que tan bien lo presentó Camus en
una de sus novelas.

Digámoslo con la valentía con que lo dijo Jesús. Aquella desgracia en
la que había vivido aquel buen hombre, estaba preparando el prodigio
del Señor. Y con ello, muchos empezarían a creer en Él. Aquel ciego,
(hoy sabemos bastante de males hereditarios, entonces no), se curó y
continuó viviendo, probablemente mucho mejor que cuado siendo
invidente, pedía limosna. Aquel ciego curado sirvió en aquel momento
para que muchos creyeran en Jesús, para que nosotros recordando el
milagro, mejoremos nuestra vida, para que se manifestase la cobardía
de unos y la estupidez de otros.

Aquel buen hombre había aceptado con simplicidad su desgracia. Había
acatado con docilidad que le mojaran los ojos con tierra y saliva,
había aceptado ir a lavarse a Siloé. No había puesto ningún pero.
Confió en el Señor. No sabemos nada específico de él, ni siquiera su
nombre, pero no debemos olvidarle, debemos sentirnos agradecidos a su
modestia y aprender de él. Al llegar a la Eternidad la visión del
episodio se nos presentará nítida, entenderemos el porqué del
percance, todo el bien que se ha derivado a través de los tiempos,
gracias a la deficiencia sufrida por él y él y nosotros nos sentiremos
agradecidos a Dios.

Fijémonos ahora en los fariseos. No son capaces de ver el gran
acontecimiento, la curación de un ciego. Se fijan ellos en una
insignificancia: en que se ha realizado en sábado. ¡como si no fuera
el día santo el más apropiado para hacer el bien!. Son mezquinos, por
ser envidiosos.

Los padres son  típico ejemplo de gente precavida, prudente, que nada
quieren perder. Hombres que les falta valentía. Van a lo seguro y
evitan, por encima de todo, el riesgo. Tratan como pueden de huir del
conflicto y, además, no son agradecidos. No dan la cara, escurren el
bulto. Solo en su cobardía se sienten seguros.

Vuelve a entrar en escena el ciego, que se encuentra de nuevo con el
Señor. Se comporta con sencillez y agradecimiento. Es consecuente, él
que no es un hombre ilustrado, acierta en el gesto. Se había
arriesgado a tratar con ironía a aquellos que le estaban juzgando.
Prisionero de su ceguera, sospechoso para la autoridad, conserva la
libertad interior que los demás no tienen.

Es preciso, mis queridos jóvenes lectores, que ahora os hagáis un
sincero examen y os preguntéis cada uno ¿yo a quien o quienes de
estos, me parezco?

Y también es preciso que observemos como en el actual ancho mundo,
tantos inocentes sufren enormes desgracias inexplicables, que no se
merecen. No podemos vivir indiferentes o altivos como los fariseos o
blindar nuestras miradas a escenas desagradables.