Confidencias familiares

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

Digamos, para que me entiendas, que yo era su tío. Sabes algo de mí,
aunque no te acuerdes. Ya te lo explicaré al final. Para empezar, te
contaré que, seguramente, oíste hablar que un día a los vecinos se les
metió en la cabeza que el Chico estaba trastornado. Siempre había sido
un muchacho especial, pero ahora la cosa pasaba de castaño oscuro. Se
decía por Nazaret que estaba loco. Su madre me pidió que la
acompañara, quería verlo y, si era necesario, recogerlo y traerlo a
casa. Me fui con ella, pero no fue necesario devolverlo a Nazaret.
Jesús estaba en su sano juicio y todo habían sido habladurías, fruto
de envidias. Más tarde lo perdí de vista. Nadie hablaba ya de Él. De
cuando en cuando llegaban noticias de Judea. No eran buenas. Tampoco
es que estuviera solo y desprotegido, siempre le acompañaban leales
amigos. Lo que pasaba es que no gozaba de la confianza de las
autoridades. Nosotros ya sabíamos que nuestros jefes se habían vendido
a los romanos para poder vivir tranquilamente apoltronados. Ahora me
avergüenzo de ello, pero sinceramente os confieso, que entonces no
sentía ninguna compasión por Él. Se lo había buscado, pensaba en mi
interior. Un galileo de bien nunca se entromete en asuntos con judíos.
Me tenía sin cuidado lo que le pudiera ocurrir. Nunca debía haber
abandonado estas tierras, aquí todos nos conocemos y queremos.

Había pasado bastante tiempo cuando un día su madre me avisó que
quería verme enseguida. Fui de inmediato a su casa. Noté que María no
era la de otros tiempos. No había perdido su dulzura, pero el dolor
interior había hecho mella en su rostro. A su hijo lo buscaban, me
dijo de inmediato. Algunos le decían que ya lo habían hecho
prisionero. Quería que yo la acompañase. Me lo decía porque yo tenía
amigos por aquellas tierras, algunos gente influyente y, teniendo en
cuenta que ella era viuda, no era prudente que viajara sola;
necesitaba ayuda. Tenía razón, no podía viajar sin compañía. Mi mujer
estuvo de acuerdo y me dijo que también vendría con nosotros.
Preparamos el viaje aquel mismo día. Los tres habíamos estado muchas
veces en Jerusalén. Teníamos miedo, pero juntos podríamos llegar a la
capital, movernos y enterarnos de lo que pasara, sin que sospecharan
de nosotros. Nos tendrían por hermanos, sin que por cierto se
equivocaran demasiado. Así que partimos sin vacilar.

Fue muy gordo lo que pasó aquellos días. Vivíamos aturdidos.
Temerosos. Asustados. Desconcertados. Pero siempre confiando los unos
en los otros; fue lo que nos salvó del desaliento. Ocurrió todo como
una tormenta de verano. Los acontecimientos, como el viento cuando
sopla fuerte, nos juntaban o nos separaban. Veíamos lo que pasaba a
nuestro alrededor y a veces se oscurecía nuestra mente. Cuando se
acabó todo en final feliz, los amigos y parientes creímos que la cosa
no se podía perder, que era preciso no se olvidara. Algunos se
ofrecieron a contarlo todo. Dijeron que era una buena noticia que a
todos debía llegar. Que todo el mundo debía aprovecharse y a nadie se
le debía ocultar. Pero entre los de la familia y los amigos, se decía
que convenía que uno de nosotros lo contara de otra manera, como una
cosa vista desde el ángulo familiar, como una pena y un éxito, vivido
entre madre, hermanos y amigos. Me escogieron a mí y no pude negarme.

Llega a tus manos ahora el resultado de aquella decisión. Según tú
crees, ha pasado mucho tiempo de ello, pero te advierto que para
nosotros no existe el pasado, ni el presente, ni el futuro. Desde aquí
donde existo, todo es actual. Pero procuraré contártelo a tu manera,
que espero te ayude a comprender. Visto desde mi realidad todo es
nítido. Desde la tuya, sin lugar a dudas, algunas escenas las verás
borrosas. Como todavía sé algo de lo que es el tiempo y el espacio,
aunque de las dos cosas me haya librado, trataré de hablarte según
estas dos categorías, a ver si me entiendes. Amigo quieres ser de
Jesús y, por querer serlo, te tengo también por amigo mío.

Imagina que lees un guión. Te advierto que se trata de historia
verídica, aunque tal vez lo explique en tono de novela. Te supongo
poseedor de los textos evangélicos, que deberás tener a mano. Te
adelanto que el relato empieza con tintes dramáticos, prosigue en
tonos trágicos, para acabar en epopeya, la más excelsa historia épica
que haya podido acontecer en la historia humana, el mayor triunfo.


DOMINGO DE RAMOS

Yo no estaba ese día en el Monte de los Olivos. Ocurrió durante las
vacaciones judías de otoño. Todo el mundo se echa entonces a las
montañas con sus bártulos, sus flores, sus ramas y troncos para
levantar cabañas y agitarlos alegremente. Sin que les falten los
frutos más exquisitos. Son días que pasan sin horario establecido. Se
levanta uno cuando quiere y duerme cuando le da la gana. Por el centro
de Jerusalén sólo hay mercaderes y los altozanos que rodean la ciudad
se pueblan de chiquillos que no paran de correr y gritar.

Mi sobrino, para no confundirte, de ahora en adelante siempre le
llamaré Jesús, como quiso Dios que se llamara, aunque se me escapará
llamarle Maestro o Señor en algunos casos, que ambas cosas fue, pasaba
aquellos días en casa de sus amigos de Betania. Los tres solteros,
como les llamaban los apóstoles. Un día les dijo que quería llegarse a
Jerusalén. Sentía necesidad interior de entrar en el Templo. Los
discípulos se animaron a acompañarle. Salieron de la villa a pie, el
camino sube como un cuarto de hora. En un pequeño rellano, junto a la
casa de unos conocidos, desataron su borrico y alegremente se subió el
Señor en él. El sendero trepaba suavemente hasta el momento en que, en
el horizonte próximo y bajo, se contemplaba, como una aparición, la
Ciudad Santa. Por mucho que uno haya recorrido este itinerario, la
visión le sobrecoge. Se paró un momento también Él, esperando que sus
amigos le alcanzaran. Sin saber cómo, se encontró rodeado de
chiquillos, que salieron como hormigas, de no se sabe dónde, gritando
y riendo.

Los discípulos no se atrevieron a intervenir, se acordaban de aquel
día que les había dicho que dejaran a los niños que se le acercasen.
Se dieron cuenta de que Jesús quería que fueran aquel día los
protagonistas. Le rodearon, llamaron su atención con las hojas de
palmera y las ramas de olivo que tenían en las manos. Como el Maestro
sonreía, ellos se alegraron más y empezaron a aclamarle. Tanto
gritaron que la gente mayor se acercó para ver qué pasaba. Sin saber
quién era, pero dándose cuenta de que se trataba de alguien
importante, se añadieron a los chicos cantando y extendiendo sus
mantos en el suelo por donde debía pasar. Fue la más antigua alfombra,
esta no roja, por la que pasó gente importante.

Preguntaban quién era y los amigos que le acompañaban se sentían
enormemente satisfechos de contarles todo el bien que había hecho en
su tierra. Hablaban por los codos, satisfechos de ello y sintiéndose
importantes. Corrió la noticia como un reguero de pólvora. Era el
Esperado, el Ungido, el Salvador. Y se pusieron a cantar
acompañándole. Fue el espectáculo más bello que podáis imaginar. Os
confiaré que la gente importante quiso ignorarlo al principio, pero
después, viendo que no conseguían nada, se acercaron a quejarse. Él
les dijo que aquel día el protagonismo lo tenía la gente joven, que
además tenían al gritar toda la razón del mundo. Que pobres de ellos
si pretendían acallarlos, que hasta las piedras se sublevarían y
cantarían por ellos. Se alejaron del lugar avergonzados y enfadados,
jurando vengarse algún día.

Vosotros, que pasados aquellos tiempos decís que es vuestro amigo,
¿habéis hecho en vuestra vida alguna cosa semejante a la de estos
chicos, en vuestra vida? Porque yo sé que se le reza pidiendo ayuda, y
nosotros sentimos el eco de vuestras súplicas complacidos, sé que se
aprende su doctrina y nosotros nos alegramos de que cada día aumente
el número de sus discípulos, pero ¿habéis organizado en su honor
alguna fiesta? ¿Le recibís con la alegría con que se recibe a un
campeón? ¿Os sentís orgullosos de estar a su lado, como disfrutáis
fotografiándoos al lado de vuestros líderes? Dicho en vuestro
lenguaje: ¿sois sus fans?

1. ENTRE SEMANA

Seguramente había pasado la noche en oración. Se le notaba en el
rostro. Ojos cansados por la falta de sueño, mirada serena, fruto de
la contemplación. En circunstancias tales, nadie se atrevía a hacerle
preguntas, nadie temía una mala respuesta, nadie esperaba un
exabrupto. Pero su silencio resultaba, aquella mañana, incómodo. Tomó
algo que las mujeres le habían preparado. Dijo que estaba muy bien
preparado y que le sentaba muy bien. Aquellas sencillas palabras
rompieron el hielo y se atrevieron los amigos a hablar. Él continuaba
absorto. Se alejaron algunos a comprar. Volvieron enseguida. Comentó
que aquella noche iba a ser una cena algo especial. Ellos se
preguntaban de qué se trataba y de dónde sacaría la comida. No se
atrevieron a preguntarle nada. Por mucho que quisiera aparentar calma
notaban ellos que estaba preocupado, tal vez afligido, pero no
inquieto.

Poco después del mediodía mandó a algunos que se adelantaran y
compraran cuatro cosas. De refilón dijo que celebrarían la Pascua. Se
miraron extrañados los amigos. No era el día que tocaba. El Maestro
¿había olvidado que no tenían el cordero? Nadie se atrevió a
preguntárselo. Adivinó Él lo que les inquietaba y dijo: ¿os acordáis
de las preguntas de Isaac y de lo que le respondió Abraham? También yo
os digo: Dios proveerá. Pero no tengáis miedo, no seréis vosotros el
cordero pascual. Se le había escapado una leve sonrisa, la primera de
aquel día.

Les recordó que en Jerusalén tenían un amigo. Allí irían. Envió a
otros a avisarle, les dijo que le recordaran que muchas veces le había
ofrecido la sala alta de los huéspedes, pues que supiera que esta
noche la iba a necesitar. Se quedaron algunos con Él. A los amigos de
Betania les dijo que no se movieran de casa. Marcharía solo y Dios
dispondría cuándo podría regresar. En sus manos estaban todos y no
debían inquietarse. Pero se le notaba que el miedo atenazaba sus
palabras.

Por fin, a media tarde marcharon, medio a escondidas. Atravesaron la
ciudad rodeándola por fuera de las murallas, el camino era un poco más
largo, pero más seguro. Seguro ¿por qué? ¿En dónde estaba el peligro
que corrían? Entraron en la casa, saludando cariñosamente al dueño.
Subieron a la sala. Ya estaba todo preparado. ¿Preparado el qué? Allí
faltaba lo esencial. No había ni rastro de cordero y Él repetía que
iba a ser su Pascua, la definitiva. Mandó cerrar la puerta y las
ventanas. No estaban a oscuras, se iluminaban con lámparas de aceite y
por tanto se distinguían los rostros, los ademanes, las posturas, se
oía perfectamente la voz de cualquiera, pero aquella noche nadie se
atrevía a hablar. Estaban totalmente absortos y atentos a lo que decía
el Maestro. Por fin les desveló el secreto. Empezó por recordarles
que, de antiguo, se celebraban fiestas del paso. Les habló de Egipto.
Les recordó el desierto. Habían llegado a lo que desde pequeño
celebraban en familia. Sonrieron en este momento, casi todos habían
protagonizado alguna noche de estas, cuando eran pequeños, el ritual
de las preguntas. Prosiguió solemnemente. Esa noche, allí, con ellos,
la cosa, la Pascua, cambiaba totalmente. No importaba el pan ácimo,
aunque lo tuviera en sus manos. Lo que importaba era que aquel pedazo
era su cuerpo, aunque ellos no lo entendieran. No necesitaban cordero.
Era suficiente tener y beber aquella copa de vino, pues era su sangre,
sin que fuera necesario que lo comprendieran. Les invitó a comer aquel
frugal manjar y a beber de aquel cáliz. Lo hicieron sin rechistar.
Algo por dentro les resonó, pero continuaron en silencio. Les
recomendó que cuando llegara el momento oportuno, ellos imitaran lo de
aquella noche, lo repitieran, lo renovaran. Él estaría presente,
aunque no le vieran. Habló, habló mucho el Señor. Se dirigía a ellos o
se dirigía a su Padre. Repetía una y otra vez que no tuvieran miedo.
Tanta repetición decía a las claras que temía algo. Pero al dirigirse
a su Padre cambiaba su aspecto. Le pedía una cosa que eran incapaces
de comprender. Les había recomendado siempre que estuvieran unidos,
pero aquella noche hablaba de una unión superior a la que nunca
hubieran podido imaginar. Sabían ellos muy bien que el Maestro estaba
íntimamente unido a Dios. Ahora decía que ellos, entre sí, debían
tener la misma unión. ¡Imposible! Nunca podrían estar tan
estrechamente unidos. No podía ser tan exigente. Pero nadie se atrevía
a decírselo. El más joven, Juan, el inquieto e intelectual del grupo,
siempre a su lado, tomaba buena nota de todo, gracias a su memoria
fabulosa. Se ha sabido muchas cosas de aquella noche, que los demás,
por muy científico que el mismo Tomás fuera, las hubieran olvidado.

Cenaron muy poco y no recitaron la Hagadá. No obstante el ayuno, se
sentían satisfechos. No tenían hambre ni diarrea mental. Aquel
enigmático pan y aquel sorbo de vino que, Él afirmaba, no eran otra
cosa que su cuerpo y su sangre. Aquella que tantas veces les había
dicho iba a ser derramada. Estaban saciados de cuerpo, alma y
espíritu.

Fue como una orden. Se levantaron, cantaron los tradicionales himnos y
salieron. Era de noche. Lucía en el cielo una enorme luna. Nunca la
habían visto tan grande. Nunca la olvidaron. Les dijo que atravesarían
Jerusalén por el camino más corto. Que irían a Getsemaní. Esto les
tranquilizó. Conocían el lugar de sobras, allí, se sentían como en
casa. Pero: ¿qué de particular iban a hacer?

No os inquiete el que no entendáis la misa. Los que aquella noche se
reunieron, sabían menos que vosotros, pero le fueron fieles.
Escucharon lo que les decía y lo que decía, y más tarde lo pusieron en
práctica. Ya os he dicho que en la situación en que me encuentro yo,
el tío de Jesús, entendemos muchas cosas más de las que en aquellos
días entendimos. Cuando te encuentras mal tomas la pastilla que el
médico te receta. No sabes qué es. No sabes el mecanismo mediante el
cual actúa. Te maravillas de que una cosa tan pequeña sea capaz de
devolverte la salud. Te la tomas siempre que haga falta. Con la
Eucaristía pasa igual. Tenlo muy en cuenta. Lo importante es que
examines y vigiles tu actitud, no sea que, debido a una mala digestión
espiritual, te atragantes o se te indigeste. Ya me entiendes, no se
puede comer Eucaristía estando apegado al diablo.

2. VIA CRUCIS GETSEMANÍ

No busques, si un día vas, el torrente Cedrón. Hace unos cuantos años
decidieron encajonarlo en un enorme tubo de cemento subterráneo y pasa
a unos metros bajo la superficie. Añádele ahora la carretera que pasa
paralela al antiguo cauce del río, para que te des cuenta de lo
diferente que era aquel huerto entonces. Les gustaba ir porque al
estar hundido en el fondo del valle, gozaba de paz y silencio. A ser
propiedad de una familia amiga, se sentían libres y en casa.

Bajar la cuesta les costó poco. Ya te digo que la luz de la Luna
dominaba el ambiente. La Luna es la señora de la Pascua antigua. A ti
también te debe evocar el gran momento del inicio de la Gran Pascua,
la de los fieles de la Nueva Alianza. Es lo físico o astronómico que
te queda de aquella noche. Si te fijas bien, verás que tiene cara
triste, como aquella noche. Cruzar el río no representó dificultad
alguna, no medía su curso más de dos zancadas y las piedras que
abundaban, permitían pasarlo sin mojarse.

El Maestro quería estar solo, pero no acababa de despegarse de ellos.
Por fin les dijo que se quedaran bajo unos olivos, que con Él, solo se
fuesen los tres más íntimos. Fueron ellos los que algo vieron. No
mucho, pues, para vergüenza suya, se quedaron dormidos. Pero entre lo
que vieron y lo que luego el Señor contó, todos sabemos bastante bien
lo ocurrido.

Ya no podía más. Se le veía temblar. Levantaba los brazos al cielo
reclamando la presencia del Padre. Aquella noche, aparentemente,
estaba ausente. El Hijo Unigénito sin el Padre Omnipotente. ¡qué
misterio! Otra cosa. Aunque no lo había contado, por lo que se vio más
tarde, Jesús estaba al corriente de lo que contra Él los notables
tramaban. Nadie se atrevía a comentar que Judas no estaba. Parecía que
en esta ausencia se encerraba un misterio, pero no se atrevían a
preguntárselo. Delante de Getsemaní se extiende el largo lienzo de la
antigua muralla. Delante mismo del lugar se encontraba una puerta,
pero no era ella hacia donde el Señor miraba. Sus ojos escudriñaban
hacia una que se abría un poco más lejos. Miraba el horizonte, miraba
a los apóstoles. Primero se habían quedado quietos hablando bajo,
para, poco después quedarse dormidos.

Lo explicó el Señor más tarde. Había querido ir a aquel lugar para
entregarse a la oración. Pensaba que recuperaría fuerzas, se llenaría
de paz, para proseguir y culminar su camino. Pensaba en ellos, en los
discípulos y en nosotros. Pensaba, con su visión de conocimiento
divino, en vosotros, en ti, no escurras el bulto ahora, te lo
advierto. Como hombre que había estudiado la Ley y sabiendo que se
había creado la enemistad de las autoridades, pensaba que le esperaba
una muerte cruel: la lapidación. ¿Por qué se había tenido que meter en
aquella situación?, se preguntaba afligido. Sí, debía ser fiel al
programa del Padre. ¿Dónde estaba el Padre? Jesús sufrió el silencio
de su Padre, como vosotros, como tú, sentirás el silencio de Dios.
Aquella situación era inaguantable. Sí, lo era. No podía serlo más,
sudaba. Todo Él perdía el control corporal, sintió sus ropas mojadas y
sucias. Sus piernas dejaron de temblar, porque ni para eso le quedaban
fuerzas. Se derrumbó. Como una lombriz que serpentea buscando abrigo,
Él se movía preguntándose: ¿por qué a mí? ¿Para qué les va a servir
todo este dolor a estos otros? ¿Vale la pena, Padre, aceptarlo? ¿Se lo
merecen? Su humanidad se estremecía de incertidumbre y del dolor de su
piel hipersensibilizada. Quería huir. Betania estaba cerca y allí
nadie se atrevería a hacerle daño. Allí le protegería Lázaro, le
mimarían Marta y María. Pero no. No podía escapar. Debía aceptar, lo
tenía muy claro. Era hijo de Dios y gozaba de conocimientos como tal,
no encorsetados en el tiempo, ni en lugares concretos. Nos explicó más
tarde que, al pensar en nosotros y en vosotros, sí, en ti, con
clarividencia divina, se preguntaba qué sentido tenía aquel momento y
lo que iba a venir a continuación.

Despertó a los que dormían, más de una vez. Se sintió incomprendido y
desagradecido de aquellos con los que Él tanto había hablado. Lo mismo
pensó de nosotros y de vosotros. De ti, sí, a ti te tuvo presente.
Unos se habían quedado dormidos, otros se habían escondido. Oye, tú,
¿qué haces, ahora que reflexionas contemplando intemporalmente, estos
momentos cruciales del Señor?

Su mente se iluminó y contempló toda la pena del mundo, toda la
injusticia a la que tantos hombres se veían condenados. Pensó en los
pobres, en los prisioneros por culpa de ser fieles a sus principios,
en los enfermos incurables, en aquellos que morían porque no les
llegaban las medicinas que en otros sitios se fabricaban, a precios
abusivos. Pensó en las criaturas inocentes que esperaban una vida a la
que tenían derecho y de la que decisiones egoístas les privarían. Tuvo
compasión de ellos y pensó que su tortura les ayudaría, acepto de
buena gana.

Pensó en la indiferencia con que se acogería su pasión. Y sufría
entonces la duda más atroz. Se ilumino su visión y contempló como si
fueran pequeñas luciérnagas a todas aquellas personas que anónimamente
se entregaban a la oración, aquellas que místicamente le estaban
acompañando y trataban de consolarle. Pensó también en aquellos que
estaban sirviendo a los pobres. Aquellas que con paciencia alimentaban
a pacientes desahuciados, aquellos que visitaban a solitarios
enfermos, a desequilibradas víctimas de enfermedades mentales, a
aquellos que sin ninguna esperanza yacían en situaciones terminales.
Estaban, sin saberlo ellos y ellas, acompañándole. Pensando en ellos
halló consuelo.

Y al verte a ti ¿qué sentimientos crees que le provocaste? Aún puedes
corregirte, pues, en estas cuestiones, no se acaban los plazos. Existe
sólo la actitud espiritual, válida siempre, si es sincera.

Había estado viendo el Señor como una especie de gusanito de luz se
iba acercando. Mientras dudaba y se afligía, se acortaban las
distancias. Pero no se echó a correr. De repente se levantó, salió al
encuentro del pelotón militar y se dejó coger. Fue un acto de enorme
valentía, pues, desde aquel momento, perdía la libertad. ¿Qué vio en
nosotros, en vosotros, en ti, que le dio coraje para hacerlo?


3. VIA-CRUCIS – PRISIONERO

Rehizo el camino, vuelta a Jerusalén, ahora prisionero. Los apóstoles
habían huido. Estaba solo. Peor aún rodeado, maniatado, insultado, por
aquella gente ruin, contratada para ejercer un oficio que a nadie
gustaba cumplir, a menos que no se sepa hacer otra cosa que oprimir,
odiar y torturar. El Padre Eterno los veía juntos físicamente y
enormemente distanciados espiritualmente. Claro que tal vez solo el
Padre era capaz de reconocer que los de aquel pelotón tenían espíritu.
Pronto llegaron al gran casón del gobierno judío. Nadie le tenía en
cuenta a Él, era un vulgar prisionero. No podía escaparse. Pero les
estorbaba en aquel momento. Era preciso desentenderse temporalmente de
Él, sin que peligrara la continuación del proceso. Lo metieron en la
cárcel. Aquella gran alma humana que había sabido compadecerse de los
hombres, se sentía ahora sola, apartada, despreciada, olvidada. Las
tinieblas opresoras le rodeaban. El Padre continuaba en silencio. Él y
el Padre era una misma cosa, había afirmado. Ahora se desgarraba y
lloraba. ¿Dónde estaba aquel del que tanta necesidad sentía? La cárcel
no te imagines que era un edificio con paredes, ventanas, pasillos,
servicios higiénicos. Eran, las cárceles de aquel tiempo, cavernas
naturales, cerradas al exterior por verjas. Sin luz, sin alimento
¿para qué iban a dar de comer al que pronto iban a matar? En una gruta
no se tiene frío, pero se sufre la terrible tortura del aislamiento.
El silencio se acumula alrededor y ahoga. Le falta el aire al reo. El
divino Reo también se ahogaba. La opresión anímica que sufría ni
siquiera le permitía pensar. Si algo se le ocurría era pensar que
encima de aquellas rocas, estaban las mansiones palaciegas y los
salones de gobierno. Allí estaban deliberando cómo deshacerse de Él.
Como si fuera una losa le aplastaba aquella injusta situación. De
repente piensa en tantos mineros en situaciones laborales injustas,
que un día oyeron en su mina una explosión y se quedaron encerrados en
el vientre de la tierra. Sintió compasión. Injustamente como ellos,
estaba encerrado. Iba a rebelarse, cuando acudió a su mente divina,
los muchos que en el curso de la historia también son injustamente
encarcelados, los sometidos a exterminios raciales, a violaciones
humillantes, dolorosas, inhumanas. Se iluminó entonces espiritualmente
la estancia y aceptó, por ellos, aquella terrible soledad, el hambre,
la sed, el insomnio, el ahogo, la fiebre. En los campos de exterminio,
en los gulags, otros como Él morían. Por ellos se ofreció al Padre. Al
Padre que sentía ausente, cuando más lo necesitaba.

Se oyó ruido. Venían a buscarle. Le llevaron a empujones ante la gran
autoridad. Aquel gran sacerdote era, debía de ser, el Aarón de aquel
momento. Pero no lo era. El poder corrompe. La riqueza degrada. El
hombre que alcanza una tal situación, solo ambiciona poder continuar
en posesión de dominio y conservar su fortuna. Nada importa mediante
qué métodos lo consigue. El sentido humano del honor, que residía en
el corazón humano de Jesús, se rebelaba al encontrarse a los pies de
aquel que disponía de autoridad para matarle. Eso es lo que pretendía
hacer. Necesitaba hacerlo bien. Ejercer con elegancia su oficio de
verdugo, que encargaría acabarlo a otro.

Le pegaron porque en un momento de lucidez humana, se había atrevido a
preguntar. Él, según ellos, no era digno de pensar. Le arrastraron,
más que llevaron, ante el gobernador. Más preguntas. Era absurdo.
Todos sabían cómo iba a acabar aquello, no valía la pena tenerlos en
cuenta. Pero el Maestro respetaba aun a aquellos que ejercían sus
funciones deshonestamente. Herodes, Él bien lo sabía, estaba empapado
de lascivia, que agarrotaba todo intento de cumplir con sus funciones
reales. Jesús, a un hombre así, no fue capaz de decirle nada. Y
continuaba sintiendo a todos contra Él. Todos no, una mujer, una
extranjera, compañera del gobernador, que ni le conocía de vista,
intercedía por Él. Era insólita la situación, una minúscula criatura
humana tratando de salvar al Salvador de toda la humanidad. Cosa así
solo es capaz de proponérsela una mujer. Alguien como su Madre. ¿Dónde
estaría en aquel momento, Ella? Sufrió entonces su ausencia, su
separación.

Aquella angustia, aquellos desprecios, empujones e insultos, le
anestesiaban para otras torturas. Ni los golpes, ni la infamia de
aquella corona espinosa que le encasquetaron, aumentaron su dolor, que
ya estaba al borde de matarle. Los azotes sí. Aquel tormento era
escalofriante, invasor de todo su ser. ¿Por qué se lo añadían? Se
iluminó su mente por su esencia divina y contempló a tantos que en la
historia humana se entregaban a los más aberrantes placeres de sus
sentidos corporales. Iba a despreciarlos pero no lo hizo. Continuaban
conservando algo de humanidad y Él estaba en la Tierra para salvar
cualquier porción humana, por pequeña que fuera, que existiera
embozada en las costumbres más obscenas. Aquí radica la degradación
del que a los goces corporales más aberrantes se entrega. Curar a
aquellos que habían dado su existencia a bajas satisfacciones, solo
era posible recubriendo su piel con el bálsamo de su dolor. Del dolor
divino, en la humana existencia de Dios. Y lo aceptó también.

Pilatos pronunció la esperada sentencia: podéis matarlo, está en
vuestras manos conseguirlo. Se apresuraron a cumplir. Nadie salió a
defenderle. ¿Dónde estaban todos aquellos que Él había protegido,
alimentado, instruido, amado?

Tú ¿dónde te encontrabas? ¿Dónde estás hoy y ahora? El espacio y el
tiempo no existen, te lo confirmarán los científicos. Es preciso que
tomes una actitud de acuerdo con la situación. Ser indiferente es
traicionar. Añadir pecados a tu vida, frustrar la laboriosa pasión de
Nuestro Señor. Ahogarla, despreciarla, tratar de inutilizarla.
Cualquier pecado, por pequeño que parezca, es una acción peor que
destrozar una imagen de las que estos días salen en procesión. Detente
un rato, en silencio piensa y proponte lo que desde ahora vas a
continuar haciendo. Piensa, analiza, calcula bien, si por el camino
que has emprendido, junto a ti, puede ir el Señor. Se trata de tu
vida, de tus proyectos, de lo que llamáis salidas profesionales. Si
conseguir atesorar méritos, hacer currículos, escalar categorías
laborales, sobresalir como serio ejecutivo, si tantos ensueños a los
que te entregas, valen la pena. Piensa seriamente si le puedes hablar
de esto a Jesús, ahora que por un momento se ha quedado solo contigo,
arrinconado. Aprovéchate, es la ocasión de hablar a solas con Él. A
pocos metros de distancia, se prepara el horrendo séquito, pero nadie
va a oír vuestra conversación, nadie escuchará su respuesta. Anímate,
habla con Él, de esta conversación depende que toda tu vida pueda
cambiar.

4. LA RUTA

No fue largo el camino. Las calles, la tropa romana, las gentes, se
abalanzaban sobre Él. Todo era opresor. Nadie era capaz de distinguir
que junto a Él iban tantos oprimidos, víctimas de injustas dictaduras,
apartados de la sociedad por su raza que le había marginado. Tantos
pobres que se dejaban esclavizar para conservar un poco de vida. Muy
poca vida se les concedía. Como poca vida humana le quedaba al Señor.
De este séquito nadie se preocupa. El Señor sí que los tenía en
cuenta.

No todo fue odio. Unas mujeres lloraron a su paso. Se desprecia el
sollozo, se cree que es algo humillante, nuestro mismo organismo no
está preparado para las lágrimas, que salidas de los ojos le escuecen.
Para el Señor el llanto fue consuelo. ¿Sabes llorar, amigo mío?

Tuvo que cargar con el madero. Imagínate que al condenado le obligaran
a cargar con las balas de fusil que utilizará el pelotón, con la
cuerda anudada que colgarán de un madero para ahorcarlo, con las
pastillas químicas que en la cámara de gas le matarán, con los
fármacos que causarán su defunción. Así iba Dios por las calles de
Jerusalén.

Las mujeres lloraron, las mujeres quisieron disminuir con su infusión
el dolor, la pena, la angustia, que le atenazaban. Las mujeres, ¿cómo
sería un mundo sin ellas? Puede uno imaginar fecundación y gestación,
carencia de seno materno y continuar creyendo que la historia humana
no se acaba. ¿Qué pasaría, si dejaran de calmar con su ternura, los
males, dolores y pesares que sufren tantos?

Llegaron pronto al lugar de suplicio, al pie de una gran roca que
algunos decían que parecía una calavera humana. Le quitaron los
vestidos. No protestó. Eran suyos. Su Madre le había confeccionado
aquella túnica. Tenía derecho a conservarla o a darla a quien
quisiera. Los derechos… Hay gente que va por el mundo guardando en su
bolsa las largas listas de los derechos que le amparan y de los
deberes que con él los demás deben cumplir. Y va por el mundo
alardeando de saberlos y exigirlos. Jesús olvidó que la túnica era
suya. Se dejó desnudar. Uno no puede llegar a sacrificar su vida por
los demás si conserva su apego a las propiedades; sacrificarse
totalmente si conserva su fortuna. Solo se puede llegar a la cruz
desnudo.

¿Dónde tienes tú tus ahorros, dónde tus posesiones? ¿Tú, que te
sientes defensor de oprimidos, servidor hasta agotarte, de pobres e
injustos hambrientos del Tercer Mundo, de mujeres marginadas, de niños
condenados a la ignorancia, tú, con tan bellos ensueños, eres capaz de
perderlo todo, de quedarte sin nada y continuar trabajando por el bien
de los demás?

¡Quédate solo y aburrido un rato! ¡Apártate de los demás y rodéate de
silencio! Deja de comer y beber, que el ayuno facilita la reflexión.


5. VIA-CRUCIS- EN EL GÓLGOTA

Era un lugar de aquellos donde a la gente no le gusta mirar cuando le
toca pasar por ahí. Como os pasa a vosotros cuando veis en la
carretera un perro muerto. El camino aquel y la puerta eran muy
frecuentados por los que entraban o salían de la ciudad. Lo habían
elegido precisamente por eso. Se trataba de una antigua cantera de la
que quedaba un gran bloque calizo blanquecino. Por aquel tiempo ya
estaba en desuso, seguramente debido a que la roca ya no era de
calidad. Probablemente fuera demasiado blanda para utilizarla en
construcción. Así parece ser lo que queda de ella. Era zona sepulcral,
como otras que se agrupaban fuera del recinto amurallado, cercanas a
otras puertas.

Ajusticiar a un hombre es un espectáculo gratuito, que gustan de
contemplar gentes primarias, de aquí que para escarmiento y
humillación añadida se escogieran lugares de tales condiciones. Un
crucificado era un trofeo de caza humana. Se exhibía desprotegido,
extendido, a la vista de todos, indefenso, hasta que le llegara la
muerte, cosa que podía tardar mucho en llegar, aumentando las delicias
de la plebe y la duración de la tortura.

En este caso, en el de Jesús, las autoridades judías ya se habían
quedado tranquilas, el gobernador había dado carpetazo al asunto, tal
como ellos deseaban. A este, a Pilatos, no le inquietaba la muerte de
un reo más. Estaba allí para mantener el orden público, poco importaba
si para conseguirlo se debía condenar a muerte a quien fuese. Máxime
si se trataba de gente judía, a quien él, con altanería, despreciaba.
Se ejecutaba a tanta gente y se aceptaba con tal indiferencia que la
mayoría de los ciudadanos de Jerusalén, ni se enteraron. En este caso,
al tratarse de un galileo, la indiferencia y el desconocimiento fueron
mayores.

Ya te lo habrán contado o lo habrás leído. Había acarreado hasta allí
el madero. Exactamente no fue así. Se les moría por el camino y
exigieron a un emigrante que fuera él quien lo llevase. Debían
crucificarlo y si se les hubiera muerto por el camino las cosas se
complicarían y las responsabilidades de su oficio les hubieran
ocasionado, tal vez a ellos, castigos adicionales. Por lo demás, era
labor fácil. Bastaba sujetar bien las muñecas con clavos gruesos a los
extremos del leño, para que no se rasgaran las heridas. El dolor
intenso que de ello se derivaba, les importaba un comino. Cumplían
órdenes. Veían cómo se retorcían de dolor los reos, que les atravesaba
como un hábil trallazo, de la punta de una mano a la otra, pasando por
la caja torácica y oprimiéndola. Una vez bien hecho este trabajo y
asegurado que no podría desclavarse, era preciso levantarlo, que se
sentara a horcajadas en aquella especie de cuerno que cruzaba el
tronco vertical, y sujetar las extremidades inferiores con otros
clavos, para que se estuviese quieto, mientras conservara la vida. Lo
cumplían con indiferencia, era su oficio. Lo único que cambiaba en
cada caso era el botín del que pudieran aprovecharse ellos, era un
privilegio que tenían, quedarse con sus pertenencias. En este caso se
habían fijado que la túnica que había llevado puesta era una pieza de
buena calidad. Lo único que pretendían era no estropearla y ver quién
se la podría quedar. Decidieron jugársela a los dados y así lo
hicieron.

El gentío que pasaba no se inmutaba. Algunos se paraban a increparle.
Les pareció a los soldados que eran gentuza enviada a sueldo, para
aumentar la pena de aquel condenado, que ni sabían por qué lo había
sido. Los otros dos se veía a la legua que eran delincuentes comunes,
como tantos que abundaban por aquellos pagos.

Una vez repartido el botín faltaba esperar que se murieran pronto. Ni
podían matarlos ellos sin permiso, ni podían alejarse de allí. Su
responsabilidad era mantener a la chusma alejada. Pero se acercaron
unas mujeres. Uno puede ser duro soldado romano, indiferente a la
suerte de un país y de sus gentes, pero todo quisque ha tenido una
madre. Y hasta las que no son del todo buenas mujeres acostumbran a
ser bondadosas con sus hijos. Las dejaron aproximarse al que pronto
iba a morir. Sufrir amando era la situación de Jesús. Amar sufriendo,
la de María. La de Mágdala estaba con ella y la otra amiga también. Te
cuento que precisamente era mi esposa. Juan consiguió que le dejaran
acercarse. Se moría el Señor. El dolor se extendía totalmente,
absorbente, por todo el cuerpo. No obstante no se olvidaba de la
misión que le había encargado el Padre. El Padre que se hacía
escurridizo, por más que le invocase. La generosidad del Maestro era
tal que no se olvidó de consolar al compañero de suplicio. Le había
dicho: "acuérdate de mí cuando estés en tu reino". "Hoy estarás allí",
le contestó.

La súplica de este buen delincuente la debes recordar siempre.
Recuérdale al Señor con frecuencia estas palabras, repíteselas muchas
veces en tu vida: acuérdate de mí, ahora que estás en tu Reino. Dilo
también pensando en los que amas; acuérdate de él o de ella o de
ellos, ahora que estás en tu Reino.

Tenía sed. La poca sangre que sin parar perdía, la posición corporal
en que se encontraba, además de la fiebre y la sensación de ahogo,
secaban su boca y su garganta. Un soldado le acercó una esponja
mojada. Una prueba más de que a los hombres, por malos que parezcan,
les queda casi siempre algo de bondad. Jesús se la quiere destapar y
que la ejerza. A su Madre no la olvida, a su discípulo mimado,
tampoco. Encomienda el uno a la otra y busca que sea Juan protección
de ella. Perdió al marido, va a perder a su único hijo, que no quede
del todo sola ahora.

En la angustia de la aparente, de la sufrida ausencia del Padre, Él no
se olvida de que había sido enviado a cumplir una misión y se la
ofrece satisfecho. "En tus manos dejo mi espíritu", susurra.

Muere. La creación no puede quedar indiferente al momento
trascendente. El Cuerpo del Señor es tanto un fragmento de materia
terrestre como la presencia en él de la divinidad. Toda la Tierra,
pues, se siente implicada, a toda la Tierra, pues, de alguna manera,
le otorga eternidad. De aquí que el suelo abra su vientre, para
recibir el cadáver, no sin antes rebelarse contra la injusticia,
moviéndose en enloquecedor terremoto.

Empezó, en el momento de la muerte, la recuperación de los que habían
huido, aquellos apóstoles que le habían seguido de lejos, no
abandonándole del todo. Se unieron también al grupo de los que estaba
al pie de la cruz, algunos hombres. Ofreció uno su sepulcro, el otro
su dinero. El Santo Entierro es la imagen más impresionante de ternura
que uno pueda imaginar.

Sin saberlo, la humanidad estaba salvada. Contempla, amigo mío, la
escena. Reúnete con el cortejo que rápidamente, a escasos 80 metros,
conduce el cuerpo y lo deposita piadosamente en la sepultura nueva.
Hacen lo que pueden. Un hueco limpio, sin estrenar, en la roca, una
sábana, unos perfumes, amor, mucho amor, quedó allí enterrado. Pero ni
el cuerpo se pudrió, ni el amor se perdió.

Se fueron a casa. Experimentaron que todo estaba lleno de su ausencia.
El silencio que hiere, el que interroga, el que protege. Amigo mío, es
preciso que te entregues al silencio, si quieres crecer
espiritualmente. Tal vez no sepas cantar y podrás continuar viviendo.
Tal vez no toques ningún instrumento musical, y no por ello te falte
salud. En un saco de sonidos y ruidos, todo puede romperse. En
recipiente silencioso, caben lágrimas, besos y sonrisas, lo más
preciado del linaje humano.

Quédate hoy un rato en silencio, te lo vuelvo a decir, y déjate
impregnar del sacrificio que por ti ha aceptado el Señor.


6. El VIA-CRUCIS - RESURRECCIÓN Y VIDA

Marchaba con mi amigo a una casita no lejana de la ciudad. Íbamos
tristes y deprimidos. No había rencor, ni humillada derrota en
nuestros corazones. Había muerto el que creíamos iba ser nuestro
Mesías, pero sus enseñanzas no nos perjudicaban. Nos había ilusionado,
nos parecía ahora que no se habían cumplido nuestras esperanzas.
Caminábamos, no dejábamos de hacerlo. Apareció a nuestro lado. Aun en
los momentos de mayor tristeza, es preciso no despreciar a nadie. Nos
preguntó por qué estábamos abatidos. Se lo explicamos. Nos habló con
cordialidad, con cariño, con ternura. Nos habló al corazón primero,
dando después razones al cerebro. Recordando lo que la memoria había
olvidado. Le escuchábamos atónitos. No es que nos distrajera o que
calmara nuestra congoja, con acertados consejos. Para ayudarnos
procuró hacernos ver que nos habíamos equivocado, no se puso en plan
de consejero tranquilizante. No actuó como un psicólogo lo pudiera
haber hecho. Pero en lo más profundo de nuestro corazón, en un
rinconcito, empezó a arder una llama de felicidad, sin darnos casi
cuenta.

Llegamos a nuestro destino, Él quiso continuar, nosotros no quisimos
permitirlo. Caminar de noche es peligroso. Además, Él nos había
enriquecido con sus conocimientos, había ahogado nuestra congoja. Nos
sentíamos ahora en paz. Le invitamos a entrar y Él accedió. En la
casita estaba esperándonos con inquietud la familia. Hasta ellos
habían llegado las tristes noticias. No por ello dejaron de ser
hospitalarios y le acogieron amablemente. Pero como vieron que
regresábamos enfrascados en conversaciones versados en la Ley, nos
dejaron solos. Le ofrecieron cena. Él dijo que le bastaba un poco de
pan. Fue entonces cuando, al partirlo de aquella manera, al mirarle a
los ojos, descubrimos que era Él. Quisimos abrazarlo y se escurrió. Me
avergoncé yo, Cleofás, esposo de la que había acompañado a María al
pie de la cruz, su tío. Se trataba de aquel que había olvidado primero
y tímidamente empezado a creer en Él más tarde sin relacionarme
demasiado estrechamente, y no le había reconocido, tonto de mí.

Dejamos a la familia y echamos a correr. Nos teníamos que encontrar
con los demás. Estaba vivo. Todo el mundo debía saberlo. Todo lo
veíamos diferente entonces. Todo, excepto que era preciso seguir con
más intensidad, con más fidelidad, con más valentía, su doctrina. No
nos hablábamos, de lo deprisa que íbamos, pero los dos pensábamos lo
mismo.

Nos recibieron con los brazos abiertos. Ellos también lo sabían. Se
habían enterado por las mujeres. Se lo merecían ellas. Habían sido las
que no lo habían cobardemente abandonado, acompañándolo al pie de la
cruz. Les explicamos como le habíamos reconocido cerebralmente al
partir el pan, aunque nuestro corazón lo había notado antes. Pensamos,
erróneamente que nadie nos iba a creer. La de Mágdala, nos recordó el
encargo que le había dado: que fuéramos a Galilea, allí nos
encontraríamos mejor. Allí sería más fácil ser aceptados y compartir
el gozo, allí le veríamos de nuevo.

Ocurrió el feliz acontecimiento en el día del sol. Alguien dijo que el
Señor era nuestro sol, otro que debíamos cambiarle el nombre y en esto
último todos estuvimos de acuerdo. Aquel día, a partir de entonces, se
llamaría el día del Señor: domingo. Sería el primero de la semana, o
el octavo, según se mire, pues había sido capaz de introducirnos en
los más profundos misterios de salvación, en las entrañas de la
eternidad, que ahora alegremente empezábamos a descubrir.

Cambió nuestro aspecto, la gente decía que habíamos rejuvenecido.
Cambió nuestra vida, evidentemente. Y tú te harás cargo. Pero yo te
digo. Después de esta experiencia contemplativa tuya, también tú
deberás cambiar, tus opiniones respecto al dolor serán otras. Al
triunfo o a la derrota los considerarás de diferente manera. Deberás
vivir unido al Señor. Deberás recordar las enseñanzas de Maestro.
Deberás vivir como Él vivió. Porque la gente te reclamará, para creer
en lo que dices, que tu rostro tenga cara de resucitado. Creerán
entonces y les enriquecerás de Esperanza, que buena falta les hace.

Y no te olvides. A partir de hoy, siempre, si conservas la Fe, es
Pascua infinita y eterna y de ella te será dado el privilegio de
gozar.