Sábado Santo, Vigilia Pascual

San Mateo 28, 1-10: Resurrección y Vida

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

1.- Marchaba con mi amigo a una casita no lejana de la Ciudad. Íbamos tristes y deprimidos. No había rencor, ni humillada derrota en nuestros corazones. Había muerto el que creíamos iba ser nuestro Mesías, pero sus enseñanzas no nos perjudicaban. Nos había ilusionado, nos parecía ahora que no se habían cumplido nuestras esperanzas. Caminábamos, no dejábamos de hacerlo. Apareció a nuestro lado. Aun en los momentos de mayor tristeza, es preciso no despreciar a nadie. Nos preguntó porqué estábamos abatidos. Se lo explicamos. Nos hablo con cordialidad, con cariño, con ternura. Nos hablo al corazón primero, dando después razones al cerebro. Recordando lo que la memoria había olvidado. Le escuchábamos atónitos. No es que nos distrajera o que calmara nuestra congoja, con acertados consejos. Para ayudarnos procuró hacernos ver que nos habíamos equivocado, no se puso en plan de consejero tranquilizante. No actuó como un psicólogo lo pudiera haber hecho. Pero en lo más profundo de nuestro corazón, en un rinconcito, empezó a arder una llama de felicidad, sin darnos casi cuenta.

2.- Llegamos a nuestro destino, Él quiso continuar, nosotros no quisimos permitirlo. Caminar de noche es peligroso. Además, Él nos había enriquecido con sus conocimientos, había ahogado nuestra congoja. Nos sentíamos ahora en paz. Le invitamos a entrar y Él accedió. En la casita estaba esperándonos con inquietud la familia. Hasta ellos habían llegado las tristes noticias. No por ello dejaron de ser hospitalarios y le acogieron amablemente. Pero como vieron que regresábamos enfrascados en conversaciones versados en la Ley, nos dejaron solos. Le ofrecieron cena. Él dijo que le bastaba un poco de pan. Fue entonces cuando, al partirlo de aquella manera, al mirarle a los ojos, descubrimos que era Él. Quisimos abrazarlo y se escurrió. Me avergoncé yo, Cleofás, esposo de la que había acompañado a María al pie de la cruz, su tío. Se trataba de aquel que había olvidado primero y tímidamente empezado a creer en Él más tarde sin relacionarme demasiado estrechamente, y no le había reconocido, tonto de mí.

3.- Dejamos a la familia y echamos a correr. Nos teníamos que encontrar con los demás. Estaba vivo. Todo el mundo debía saberlo. Todo lo veíamos diferente entonces. Todo, excepto que era preciso seguir con más intensidad, con más fidelidad, con más valentía, su doctrina. No nos hablábamos, de lo deprisa que íbamos, pero los dos pensábamos lo mismo. Nos recibieron con los brazos abiertos. Ellos también lo sabían. Se habían enterado por las mujeres. Se lo merecían ellas. Habían sido las que no lo habían cobardemente abandonado, acompañándolo al pie de la cruz. Les explicamos como le habíamos reconocido cerebralmente al partir el pan, aunque nuestro corazón lo había notado antes. Pensamos, erróneamente que nadie nos iba a creer. La de Mágdala, nos recordó el encargo que le había dado: que fuéramos a Galilea, allí nos encontraríamos mejor. Allí sería más fácil ser aceptados y compartir el gozo, allí le veríamos de nuevo.

4.- Ocurrió el feliz acontecimiento en el día del sol. Alguien dijo que el Señor era nuestro sol, otro que debíamos cambiarle el nombre y en esto último todos estuvimos de acuerdo. Aquel día, a partir de entonces, se llamaría el día del Señor: domingo. Sería el primero de la semana, o el octavo, según se mire, pues había sido capaz de introducirnos en los más profundos misterios de salvación, en las entrañas de la eternidad, que ahora alegremente empezábamos a descubrir.

Cambió nuestro aspecto, la gente decía que habíamos rejuvenecido. Cambió nuestra vida, evidentemente. Y tú te harás cargo. Pero yo te digo. Después de esta experiencia contemplativa tuya, también tú deberás cambiar, tus opiniones respecto al dolor serán otras. Al triunfo o a la derrota los considerarás de diferente manera. Deberás vivir unido al Señor. Deberás recordar las enseñanzas de Maestro. Deberás vivir como Él vivió. Porque la gente te reclamará, para creer en lo que dices, que tu rostro tenga cara de resucitado. Creerán entonces y les enriquecerás de Esperanza, que buena falta les hace.

Y no te olvides. A partir de hoy, siempre, si conservas la Fe, es Pascua infinita y eterna y de ella te será dado el privilegio de gozar.