III Domingo de Pascua, Ciclo A

San Lucas 24, 13-35: Emaús: Compartir

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

 Os podéis preguntar, mis queridos jóvenes lectores, donde cae la población a la que el texto del evangelio de hoy hace referencia. Sinceramente os he de contestar que varios lugares quieren atribuirse serlo y no hay criterios seguros para escoger uno en particular. Creo que los dos más probables son Abu Gosh, donde existe un monasterio benedictino, y está muy próximo al lugar donde en tiempos de David reposó el Arca de la Alianza. El otro lugar con probabilidades de autenticidad es Qubeybeh. Un pueblo palestino donde una comunidad franciscana protege el sitio de la casa que se supone fue de Cleofás, uno de los viajeros. Este segundo lugar carece de la elegancia de un templo románico que posee el primero, pero la calzada antigua y las sencillas casitas a sus lados, de las que restan algunas paredes, amén de los fragmentos de mosaico bizantino, le confieren un encanto extraordinario. El lugar es poco visitado en la actualidad, las antiguas dependencias de un prospero convento, son un parvulario al servicio de la población. La presencia de la Custodia de los sucesores de Francisco, es un precioso testimonio del mensaje de Emaús. Puede uno por lo tanto, darse fácilmente a la contemplación y yo, más de una vez lo he hecho.

 Los dos compañeros huyen de Jerusalén. Se sienten fracasados, pero no derrotados, su mente, de alguna manera, tiene abierta una rendija a la esperanza. Hablan, comentan, recapacitan. Se pone a su lado alguien que les pregunta el motivo de sus preocupaciones. Si esto ocurriera hoy en día, y desde donde yo me estoy dirigiendo a vosotros, mis queridos jóvenes lectores, lo más probable es que no obtendría ninguna respuesta. No querrían entrometidos, hablaban de su problema, que a nadie importaba. Ni ellos mismos serían capaces de expresarse. En nuestra actualidad, le resulta a la gente más fácil ir a una playa nudista que compartir la interioridad personal. Si es preciso hacerlo, acudirá a un psicólogo, al que pagará y del que sin duda podrá obtener ayuda, pero nunca el gozo y la satisfacción y el enriquecimiento, que uno siente cuando pasa un buen rato viviendo en cordial amistad.

 Ellos sí, están abiertos. Le cuentan el motivo de su pena. El desconocido, a su lado, les ofrece ayuda. Hablan, se comunican, enriqueciéndose espiritualmente. Se ha hecho tarde y han llegado a su destino. Le invitan a quedarse. Así como su corazón estaba abierto al amigo, no es extraño que su domicilio esté abierto al huésped. Ha sido tan satisfactoria la compañía, que el forastero accede y entra. Generalmente la escena la representan los pintores como una cena privada, en una mesa pequeñita. Tal vez fue así. Pero recuerdo que no hace mucho descubrí, sin buscarlo, un enorme cuadro en el museo de Louvre. Me sorprendió que su titulo fuera la casa de Emaús, pues en la escena aparecían, además de los dos caminantes, otros personajes que les estaban sirviendo. Comprendí luego, que lo más probable es que ocurriera así, que fuera un domicilio familiar, donde un miembro puede invitar a un amigo, que no se sentirá extraño, donde hay sitio para el huésped, donde hay mesa, alimentos y dormitorio, para ofrecer al visitante. ¡Cuantas casas hoy en día están dotadas de muchos artilugios, quizá posean jardín con barbacoa, habitación con ordenadores, cuarto de juegos, casucha para el perro, pero carezcan de habitación de huéspedes! Es una pena. La primera Eucaristía, la del Jueves Santo, se celebro en una “sala alta” que ofreció una familia jerosolimitana. El domingo de Pascua, la misma tarde de la Resurrección se celebró la que muchos consideran fue la segunda Eucaristía. En las dos ocasiones ocurrió en casa abierta a la amistad. ¿Son así las nuestras? Si encontráramos por los senderos de la vida, al Señor que hace camino y disfrutáramos de sus palabras y orientaciones ¿podríamos invitarle a quedarse con nosotros? (Algunos dicen que para eso están los hoteles, ignorando que mesones existían en los tiempos bíblicos pero que la hospitalidad cristiana los hizo innecesarios).

Lo conocieron al Partir el Pan. Reconocieron que algo habían notado ya por el camino, que les hizo henchirse de emoción. Su alma había sido hospitalaria, su domicilio también. Gozaron así, vuelvo a repetirlo, del privilegio de celebrar la primera misa después de la Resurrección del Señor. Los autores dicen que posiblemente uno de ellos, Cleofás, esposo de una de las marías, que acompañó al Señor en el Calvario, era tío de Jesús, sin haberlo reconocido antes. Fue la experiencia de su Amor, precedido este por el gesto de ellos, lo que les otorgó el privilegio. ¿Qué hubiera pasado en las casas de la actualidad? Vuelvo a preguntar ¿Hay sitio para Jesús en ellas? No se reservaron la noticia, no pensaron que ya irían al día siguiente, que era mejor no precipitarse, que ya tendrían tiempo de contárselo a los demás. Regresaron a Jerusalén y allí se encontraron que algo parecido les había ocurrido a los otros. La alegría compartida no se suma, se multiplica.

Jesús, ontológicamente considerado, es Dios que comparte la naturaleza humana. Jesús, históricamente observado, es la comunicación amiga con los hombres que encuentra abiertos a la amistad. Vino a los suyos, pero no le recibieron, lamenta el evangelio de Juan.

 Os decía al principio, mis queridos jóvenes lectores, que no se conocía exactamente donde estaba Emaús. Tal vez sea una suerte nuestra ignorancia, ya que así cada casa acogedora al pobre caminante, cada persona abierta a la amistad, cada individuo dispuesto a dar con sencillez la razón de sus penas y alegrías, construyen cabe sí, el auténtico Emaús de nuestros días, más importante que cualquier conjunto de piedras arqueológicas.