Nieve

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

1.Leí no hace mucho que había nevado en Arad. La noticia que era de
agencia, me la confirmó gente amiga que en aquellos días se movía por
Israel. Lo que me dijeron fue que en Jerusalén, y cerca de Jericó,
había nevado, dificultando sus andares. Me pareció cosa insólita.
Nunca hubiera imaginado que en el Neguev y más concretamente en los
interesantísimos restos del templo de Arad, pudiera nevar. Para
vergüenza mía, leo estos días en el I de los Macabeos 13,22, que una
intensa nevada procuró la retirada de un ejército adversario. La
vergüenza me la procura el que este pasaje lo habré leído más de siete
veces y ya no lo recordaba, cuando se comunicaba este año lo de la
nevada en el desierto. Ambas cosas, y la misma nieve, me estimulan al
comentario de hoy.

Somos muchos los que desde pequeños hemos conocido este fenómeno
natural. Recuerdo siendo muy joven, en Burgos, como la nevada
invernal, que nunca faltaba, era un acontecimiento festivo y gratuito.
Pisar la nieve virgen por la mañana es un placer que te remonta a
tiempos prehistóricos. Los chiquillos de aquellas milenarias épocas
disfrutarían como yo gozaba entonces. A la satisfacción de ir dejando
blancas huellas, mientras se escucha un característico chasquido de la
nieve que uno va aplastando, se le unía el placer de levantar grandes
muñecos, a los que no podía faltar ni el bastón, ni la bufanda, ni el
sombrero. Claro que para ello, previamente, era preciso hacer bolas y
eso lo acompañábamos de apasionadas batallas entre compañeros de
barrio o de colegio.

No en todos los sitios se es así de afortunado. En muchos países nunca
nieva y cuando  tienen la fortuna de visitarnos en invierno,
contemplar montañas blancas y pisar heleros, su alegría es enorme. Y
la nuestra al ver como se divierten. Mi última experiencia de este
tipo fue con dos hermanos brasileños. Llegamos a un determinado lugar
donde en los bordes de la carretera había nieve sucia. La chica,
universitaria de farmacia, quería tocarla. Supongo que deseaba
comprobar en sus manos lo que había estudiado en la facultad. Yo me
negaba a que perdiera el tiempo allí. Pudimos después alcanzar cotas
más elevadas, en tierras andorranas. Allí la nieve era como debe ser:
blanca y en grandes extensiones, que tapizaban inmensos valles. La
alegría de ambos hermanos era desbordante, la de su tío, sacerdote
gallego que nos acompañaba, también. En cuanto tuvo un momento para
estar sola, la chica, henchida de gozo, quiso compartir alegría con su
enamorado, mediante su inseparable teléfono. En medio de ellos, yo,
cumpliendo el sencillo oficio de chofer, a quien se me concedió un
adelanto del Cielo. Compartir Fe,  amistad, asombro ¿no es esto una
anticipada experiencia de eternidad feliz?

Recuerdo algo semejante, tratándose esta vez de profesores
ecuatorianos. Quedaron tan atónitos ante el fenómeno, que ni siquiera
se atrevían a pisar la nieve. Me dijeron que una de sus ilusiones, en
un viaje a los EEUU, había sido ver nevar y no habían podido
experimentarlo. Desde el avión, la visión de las montañas blancas, no
les había satisfecho. Conseguí que pisaran la nieve, que entendieran
que hacerlo no era profanarla. Nevó más tarde y lo que para mí era
aceptar la dificultad que suponía volver a casa en tales
circunstancias, para ellos era aun más alegría. Y hacían bien. Que
bueno es gozar de un don de Dios, cuando Él se digna ofrecérnoslo.

En la Biblia la nieve es mencionada 28 veces. La próxima semana
hablaré de ello. No quería hoy dejar de hacerlo. Sofía, la ya graduada
farmacéutica, se casa uno de estos días, quería hablaros, en
simultaneidad con su proeza. Amarse y comprometerse sacramentalmente,
es más asombroso y gozoso que ver nevar. Que ya es decir.