Hiedra

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Se trata de un enigmático vegetal. Entre nosotros, en la península
ibérica, debe de ser, debido a su tamaño, el rey de las plantas
trepadoras. Puede adornar toda clase de paredes, tapizándolas de una
preciosa cortina de color verde oscuro. También se encarama por
troncos, ahogando árboles. Enreda superficies, dificultando el
crecimiento de las plantas bajas. Alcanza trepando grandes alturas,
sin crecer excesivamente su tronco, que se introduce discretamente en
el suelo.

La planta vive exclusivamente de lo que absorbe del suelo. Las
raicillas le sirven exclusivamente para agarrarse, donde sea y como
sea, hasta llegar a alcanzar alturas descomunales. Ciertamente que la
visión de un antiguo castillo con uno de sus muros cubiertos de hiedra
es maravillosa. Digo uno de sus muros, porque tiene tendencia a crecer
sin que le dé el sol directamente. Si impresionante es su aspecto,
mirada de conjunto, cuando uno se acerca a verla de cerca, resulta que
sus hojas son también bonitas. Tanto en su forma como en el moldeado
y el color. Otra cosa son las ramas sueltas, las que no se encaraman,
que son de hojas vulgares. Se trata de las que darán flores, casi
invisibles, y frutos, venenosos para el hombre, pero no para los
animales. Claro que lo de venenosos es un decir, pues, leo que tienen
propiedades medicinales. Seguramente que ambas cosas son verdaderas.

Ya he dicho que el tronco no es excesivamente grueso, más bien es
delgado. Siendo leñoso, no sé yo que tenga alguna utilidad práctica.
Las raicillas, por lo que leo y he observado, no cumplen otra función
que la de afianzar, no chupan substancias de las paredes ni de los
árboles.

A la hiedra en la Biblia, explícitamente, no se la menciona más que en
una ocasión. Se trata del periodo tormentoso y heroico de los
Macabeos. Los israelitas que se muestran infieles a su fe, acuden a
cultos paganos en honor de Dionisio, demostrándolo poniéndose en sus
frentes coronas de hiedra (IIM 6,7). Era algo así como si hoy en día
un grupo de gente drogadicta, alborotadora, de manifiestas actitudes
obscenas, y a bordo de un "rolls-roice", se cruzaran provocativamente
con una comunidad de cartujos en su paseo semanal. Claro que la
reacción de los cartujos carecería de la vehemencia de los israelitas
de aquella época. He dicho que explícitamente no aparece más que en
una ocasión porque en el mismo libro y un poco más abajo (10,7) se
nombra los tirsos y, según los diccionarios y enciclopedias, el
vocablo significaría un bastón recubierto en todo su alrededor,
exclusivamente en su extremo superior, por ramas de hiedra y de parra.

Pienso en la morfología de la hiedra como en una imagen del proceder
de mucha gente. Más que cultivar con el esfuerzo que les sea necesario
las cualidades que han recibido y dar el fruto correspondiente, se
dedican a cultivar relaciones con personas influyentes. Procuran
adherirse a gente importante, prestando pequeños favores, ofreciendo
compañía, cubriendo de elogios que satisfagan la vanidad. Crecen,
crecen a su lado, creyéndose con ello que se hacen importantes. Chupan
imagen, sin ser en realidad nada. En desapareciendo la persona a la
que se han arrimado, se hunden anímicamente y se descubre entonces su
pequeñez, cosa que son incapaces de aceptar. De jóvenes dicen que hay
que hacer currículo y descuidan vivir ilusiones altruistas. No exagero
cuando señalo este defecto, el Papa mismo, hablando a los jóvenes
americanos y a los seminaristas en Nueva York el 19 de abril pasado,
les dice que rechacen toda tentación de ostentación, hacer carrera o
vanidad. Es evidente que si les hace esta advertencia es porque sabe
que es una tendencia que en ellos, jóvenes y aspirantes al
presbiterado, se da con frecuencia. Y si se da en ellos, jóvenes y
seminaristas, mucho más en otras gentes. Examínese el lector y no
pretenda nunca parecerse a la hiedra.