Caña

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

A los que somos un poco, o un mucho, viejos, no nos resultan
desconocidas las cañas. Aunque viviéramos en el centro de una populosa
ciudad, en ninguna casa faltaba una escoba y el mango de esta,
obviamente, lo era de este vegetal. Si uno salía al campo se las
encontraba, como ocurre todavía hoy, junto a los ríos o los humedales.
Siempre podía uno cortarlas y llevárselas. Por su situación, se
suponía siempre que no tenían dueño. Ciertamente que en algunos casos
estaban protegidas para aprovecharlas en cultivos de huertas cercanas
o hasta para confeccionar cestos. El hortelano las cortaba a ras del
suelo y las clavaba, para que encaramándose a ellas, crecieran las
leguminosas o, atados sus troncos suavemente, se elevaban junto a
ellas los tomates. En aquellos tiempos, nosotros los chiquillos, que
no teníamos bambú, las utilizábamos para pescar.

Continúa sorprendiéndome su estructura. Son tronco hueco, pero
suficientemente resistente para utilizarlo en muchos menesteres, desde
adornos, hasta floreros, sufre uno con facilidad heridas al
manipularlas, pues, pese a su liviandad, son duras. Lo saben bien los
cultivadores de higos, que se hacen con ellas una especie de estilete
para pinchar, untadas previamente en aceite, estas frutas y lograr con
ello una mejor maduración. Los antiguos se servían de cañas para
escribir, labor que exigía ir de cuando en cuando afilando la punta.
Posteriormente serían substituidas por plumas de ave. Semejantes a la
caña son el papiro, los juncos y la que en la Biblia llama caña
aromática, o las que crecían en el Mar Rojo, llamado en aquel tiempo
Mar de las Cañas.

Esta sencilla planta cobra protagonismo en el Nuevo Testamento en dos
ocasiones. En primer lugar su comportamiento es evocado por Jesús
cuando habla del Bautista. Allí donde predicó casi siempre, junto al
Jordán, abundan, como así mismo en Ainon, donde se refugió en una
ocasión (Jn3,23). En cualquier sitio húmedo crece espontáneamente. La
caña se adapta a los vientos cuando soplan, sin resquebrajarse. Se
doblan y vuelven a enderezarse cuando amainan estos. Es una cualidad
que le permite subsistir, pero que tratada como parábola, se convierte
en imagen de la persona sin criterio y sin voluntad. Son aquellos que
siempre están vueltos hacia el sol que más calienta. Dan a todos la
razón, a nadie se enfrentan, ni oponen. Parecería una cualidad, un
ejercicio de la libertad personal, pero en realidad es una ausencia de
carácter. Recuerdo al respecto lo que Benedicto XVI decía en su
discurso a los universitarios, el pasado 17 de abril: la libertad no
es la facultad para desentenderse de, es la facultad para de
comprometerse con. Peca con frecuencia la didáctica religiosa actual,
al adaptar la doctrina tanto y tan bien, que se queda en el suministro
de una ideología, privada de exigencias y de energía que incomode. Las
verdades evangélicas duelen a veces y exigen esfuerzo para
practicarlas. Queriendo huir de masoquismos, se cae en explicaciones
blandengues que, en llegando a la madurez, resultan inútiles y sin
sentido para la vida correcta o la fidelidad a Cristo, de aquí que con
facilidad se abandonen.

La caña cortada, la semejante a los mangos de las escobas, tiene
protagonismo en la Pasión del Señor. Le pusieron una en sus manos,
como si fuera un cetro, mofándose con ello de Él (Mt 27,29) y con ella
le pegaron. Atando a una un manojo de hisopo y mojado este en vinagre,
sirvió para aliviar la sed de Cristo crucificado. Gloria, honor y
admiración, pues, a la humilde caña