XI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

San Mateo 9, 36-10,8: Programa de vida, Horizontes

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja    



Supongo, mis queridos jóvenes lectores, que nunca habéis estado en el
Sinaí. Para empezar, os diré que se trata de de una península, ocupada
por un desierto, al que se le da el mismo nombre. Es un desierto
inmenso, casi todo él de montañas de roca hiriente. Entre las
formaciones que se alzan, se forman amplios valles de superficie
arenosa, donde es posible detenerse y, en el caso del pueblo de Israel
que huía de Egipto, acampar incluso. Otros no lo son tanto y corre por
ellos, en momentos de tempestad, rápidas corrientes de agua, capaces
de llevarse por delante todo lo que encuentran. Entre los centenares o
millares de montañas que allí hay, se levanta el que recibe el nombre
de Gbel Musa o montaña de Moisés de 2285m de altitud. La tradición
señala que fue en su cima donde Moisés recibió las piedras donde
estaba escrita la Ley. Subir a la cúspide supone unas dos horas y
media de camino. Se practica por la noche para no sufrir los rayos de
sol especialmente hirientes en este lugar y para poder contemplar el
maravilloso espectáculo de la salida del sol. Poco antes de las seis
de la mañana ocurre el fenómeno y van descubriéndose a la vista del
peregrino, las inmensas montañas que se colorean de tonos rosáceos o
azulados, según varía la incidencia de los rayos solares. Al pie de
este monte se extiende una suave explanada donde pudo acampar por
largo tiempo el pueblo escogido y ser el estadio nacional donde
acontecieron tantos prodigios. No fueron competiciones deportivas lo
que allí ocurrió. Fue lugar apto para grandes pactos y enseñanzas. He
subido a la montaña santa varias veces y la experiencia es siempre
sublime. En la primera ocasión estábamos en la cumbre no más de ocho
personas, en la última varios centenares. No es demasiado importante
el número la gente abandona el lugar al cabo de pocos minutos y uno
puede recordar sin dificultad las enseñanzas que proclama aquel lugar.
He visto volar por el Sinaí alguna águila. Se dice de ella que incita
a sus polluelos a saltar desde el nido al vacío, para que pierdan el
miedo. Lo que está comprobado es que la madre observa a su progenie y
si ve que no sabe volar y se estrellaría vuela ella rápida y se sitúa
debajo, extendiendo las alas para que repose en ellas el inexperto
aterrice suavemente y no muera. Valiéndose de este hecho, en este
lugar y refiriéndose a este proceder, Dios se declara protector de su
pueblo. Un pueblo que recibirá sus favores, pero al que se le exigirá
valentía y lealtad. No es un dios protector de holgazanes, ni
miedosos. Serán pueblo sacerdotal y nación santa. Si esto se les dijo
a ellos, y la historia da fe de que lo fue, mucho más se realizó para
nosotros a partir de Cristo. A Él fuimos incorporados y de Él
recibimos las mayores dignidades que se puedan imaginar, capaces de
atravesar la frontera de la vida y podérnoslas llevar a la eternidad.

En el capítulo décimo de San Mateo, del que este domingo leemos un
trozo, se presenta el programa de vida más joven de los que en el
Evangelio aparecen. Desearía, y esta semana rezaré especialmente para
que sea realidad, que lo analizaseis con valentía. Jesús invita a
contemplar las necesidades que hay en el mundo. Lo hace bajo una
imagen sacada de la agricultura. No olvidéis que estas palabras se
pronunciaban en Galilea, que era y es el granero de Israel. Vosotros
os lo plantearéis de otra manera. Seguramente apelaréis al hambre, a
la falta de alfabetización, a las necesidades sanitarias, a la
ignorancia religiosa, a la ausencia de Fe y de Gracia. Una vez
conscientes de estas carencias que se sufren, observad que Jesús
escoge a algunos. No dice: esto deben iniciarlo y llevarlo a término
todos, no. Llama a algunos por su nombre. Hoy hace lo mismo. Nosotros,
vosotros mis queridos jóvenes lectores, somos de los elegidos.
Nuestros oídos, masculinos o femeninos, deben de escuchar su voz.
Habla en el silencio y la soledad. Buscad rincones donde haya ambas
cosas. Cerrad los ojos. Preguntaos si está pronunciando vuestro
nombre. Cuando creáis oírlo no tengáis miedo a decirle que sí, que
estáis presentes y decididos a colaborar con Él.

Olvidad por un rato los futuros que habéis imaginado para vosotros, en
los que entraban los triunfos deportivos, las ocupaciones de
prestigio, los sueldos elevados. El éxito de los atletas olímpicos,
los galardones de los famosos o el dinero de los mejores ejecutivos,
se gasta y desaparece. Muchas veces lleva primero al desencanto,
después a la desazón, para acabar en situaciones depresivas. Poneos a
vosotros mismos ejemplos conocidos que os lo demuestren. Si
pertenecéis a algún grupo cristiano podríais dedicar alguna reunión a
hacer una lista entre todos, conjuntamente.

Convencidos de que los logros deportivos, los éxitos populares, o las
fortunas más grandes, no procuran la felicidad, empezad la lectura de
este capítulo décimo. Leedlo entero. No os limitéis al fragmento
inicial de este domingo o a otros de posteriores semanas. Y, mis
queridas jóvenes lectoras, recordad que aunque los nombres de los
apóstoles sean, en este capítulo, masculinos, en otros lugares
aparecerán algunos femeninos, son aquellas que le acompañaban
ayudándole. Sin olvidar a María, la de Mágdala, que llegaría a ser
apóstol de los mismos apóstoles, aquellos que en este fragmento son
los escogidos.