Abubilla

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Cualquiera que haya visto ballet, de un coreógrafo de aquí o foráneo, música de compositores de diversas procedencias: Ravel, Falla, Rimski-Korsakov… sabe que no faltarán en las manos de las bailarinas el abanico y las castañuelas, si el tema es español. Y el juego de abrir y cerrar, de enseñarlo o de taparse con el paipai, junto con el chasquido peculiar de las castañetas, certifican la validez del origen, mientras deleitan con sus movimientos, al ritmo que marca la melodía orquestal. Lo he dicho muchas veces: el ballet me resulta aquí en la tierra, a mí, que estoy sumergido en la historia, la mejor parábola del Cielo. Cuando lo contemplo lloro de emoción. Las figuras danzantes, que parece que no están sometidas a las fuerzas físicas, gravedad, rigidez, fuerza centrífuga… mientras evolucionan armoniosamente, me evocan a las personas que más he querido en mi vida, que ya han muerto, y que confío están en la Gloria, donde reina en plenitud la belleza.

He de reconocer que el encanto del abanico y la gracia de las castañuelas, las gozaba la naturaleza, mucho antes de que apareciese el ballet. Estoy refiriéndome a unas aves concretas, de las que hablaré a continuación.

Las primeras abubillas que alegraron mi vida, fueron las que veía en Burgos, por el paseo del Empecinado, cuando lo cruzaba yendo diariamente al instituto. Después me las he encontrado en los diferentes lugares por los que me ha tocado vivir. Cada año la gracia de sus andares y revoloteos, el exotismo de su misterioso canto, el punzante pico y el penacho que corona su cabeza, anuncian que la primavera ha llegado, por si alguno no lo sabía. Aun ahora, en el Montanyà, cuando espero en solitario la llegada de quienes me acompañarán en la celebración de la misa, y pienso en mis mediocridades y mis infortunios, cosa que me inclinaría al correspondiente estado depresivo, no es extraño que me sorprenda una de estas aves que alegre y saltarina, me proclama que Dios no se ha olvidado de mí, que espera que mi espíritu sonría, mientras el pájaro brinca, y no me deje arrebatar por el pesimismo. Al verlas me siento obligado a dar gracias a Dios, que me ofrece gratuitamente, este espectáculo de tan sublime belleza. A ella le gusta que la vea a una cierta distancia, es discreta, se acerca pero no mucho, se aleja al poco y me envía su enigmático canto, cuando ya se ha alejado. Quedo tranquilo y alegre, bien dispuesto para el encuentro con los hombres y celebrar la misa sin angustia, cosa que ahogaría la esperanza de la que todo cristiano debe gozar en los encuentros con el Señor.

La abubilla aparece en la Biblia en dos ocasiones: Levítico y Deuteronomio, y son las dos para advertir que se trata de un animal impuro. De acuerdo con aquellas normas, ni se puede comer ni ofrecerla en el Templo. No me irrita el constatarlo. Imagino que Jesús se alegraría como yo, al verla por Galilea. Aquí, como en Tierra Santa, es un ave de paso. Anida, según leo, en oquedades de muros o de troncos gruesos y aunque su alimentación sea fundamentalmente insectívora, no desdeña otras cosas que encuentra en los alrededores de las personas. Como me resulta tan simpática, no quiero ofenderla contando ahora lo que ocurre en sus nidos y que es el origen de sus malos olores, que nunca he llegado a percibir.

Se me ha ocurrido hoy escribir sobre esta ave, algo mayor que un pájaro y menor que una paloma adulta, de vistosa levita a rayas blancas y negras y sombrero abanicado que no deja de abrir y cerrar, como esbelta bailarina, porque acabo de enterarme de que Shimón Peres, el presidente israelí, anunció el pasado día cinco del presente junio, que, después de consultar a 155 mil personas, declaraba que la abubilla sería el nuevo pájaro nacional. Obtuvo el 35% de los votos de una lista que especialistas en la materia habían preparado, entre las que se incluían el halcón rojo, el jilguero, el buitre, el martín pescador y otros más. En el acto de la proclamación, afirmó que por Israel pasan anualmente 500 millones de aves, que ya es un buen número de viajeros turistas del reino animal.

Acabo donde empecé. Si la graciosa cresta de plumas que adorna la testa de la abubilla es el anticipo del abanico ¿Dónde se encontrarían las castañuelas? Sin ninguna duda en el chasquido del canto del petirrojo. De él no habla la Biblia, pero estoy seguro de que al verlos Jesús, se alegraría tanto como me regocijo yo. Y daría gloria al Padre. (Pájaros todos del cielo, bendecid al Señor. Dn 3,80)