Perdices

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   



Como cada año por estas fechas, voy a celebrar misa al Cottolengo. Poder hacerlo es un privilegio. Hay dos cosas en mi vida que las he encontrado casualmente y me complacen en gran manera. Ya puedo ser marginado por unos u otros, clerecía de bajo y alto rango incluidos en la lista, ya puedo carecer de títulos de los que dan prestigio, que cuando menciono a esta venerable Institución y se enteran del afecto que siento por Tierra Santa y del aprecio que me tienen unos cuantos franciscanos de la Custodia, a los que considero amigos, sube muchos enteros la categoría que me otorgan y la atención que en mi pongan. Escribo cuando acabo de celebrar allí la Eucaristía. Estaban las religiosas, las voluntarias, los enfermos y un buen grupo de personas que vienen a misa estos domingos. Personalmente no soy partidario de lo que llaman “darse la paz”. No se tiene en cuenta, generalmente, los criterios que animan a esta intervención en la liturgia. No le veo el sentido a que gente que no se han saludado al entrar, ni han querido conversar entre ellos unos momentos, se den a saludos y besuqueos que considero, según mi parecer, artificiales. Pero hoy era diferente la situación. Los de fuera habían llegado cuando los otros ya estaban dentro. Venían con ilusión a la celebración y apreciaban sinceramente la Institución y a los que en ella se acogen. Los más jóvenes, algunos niños, con el deseo de encontrarse con los enfermos y apreciar la estupenda realidad eclesial que es el Cottolengo. Digo de paso, que hay otras instituciones semejantes, que trabajan igual de bien, en nuestra Santa Madre Iglesia actual. Son una maravilla. A mucha gente les quisiera ver yo aquí, experimentar el ambiente, el amor y la ilusión que se respira, antes de discutir y pontificar sobre eutanasia, “aborto terapéutico” y otras lindeces. He invitado, pues, a los que habían llegado de fuera a que avanzasen y ofreciesen un signo y saludo de la paz de Cristo, a los enfermos, antes de recibir la comunión. No lo había pensado anteriormente y, al decirlo, he temido que algunos chiquillos sintieran alguna reserva. Nada de eso. Todos han acogido el gesto complacientes. La gente joven lo ha hecho a las mil maravillas. He salido dando gracias a Dios. Y he visto como antes de marchar nos despedían alegremente. Y eran correspondidos.
¿Y a qué vienen las perdices?. Voy a eso. Los biólogos cuentan que ciertos animales que emigran, vuelven cada año a anidar al mismo sitio. No dudo de que las torcaces que encuentro por el camino, sean las mismas que las de años anteriores. Lo que no me explico es que me encuentre una tórtola en el mismo alambre de tendido eléctrico, a la hora que cruzo, cada año. Estoy seguro de que permanece allí quieta, hasta ver que ya he pasado. Dios lo tiene previsto para decirme que me quiere. Hay gente que alaba a Dios al ver un amanecer o una puesta de sol, a mí me maravillan estos delicados gestos con que soy obsequiado. La tórtola y las palomas silvestres que emprenden vuelo en la misma curva, son una caricia amorosa del Señor. Pues bien, este año han aparecido, para colmo, dos perdices que marchaban ante mi coche sin asustarse. Finalmente se han cansado de correr y han iniciado el vuelo rasante que les es peculiar. Hace años por nuestros campos, podíamos sorprender a una perdiz madre que asustada huía, mientras los perdigones se quedaban quietos, confundido el color de su plumaje en el de las piedras. Seguramente las aves adultas que he visto procedían de una granja. Desde su nacimiento veían al que les traía pienso, de aquí que hubieran perdido el miedo.
En la Biblia las perdices aparecen en tres lugares. En I Sa,26,20, David le grita a Saúl que no le persiga como quien lo hace a una perdiz. En Ecl,11,30, se sentencia: perdiz cautiva en jaula, así es el corazón del orgulloso. En Je 17,11 se dice de nuestro animal que incuba lo que no ha puesto, así el que hace dinero, sin justicia. A la vista está que no sale bien parada la perdiz en el Texto Revelado. Me quedo, pues, con el testimonio de las torcaces y la tórtola. Servir al Cottolengo, de una u otra manera, está al alcance de todos, el gozo que se deriva de ello es un buen antídoto frente al síndrome de falta de Esperanza que como una pandemia espiritual, tantos padecen hoy.