Hospitalidad

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   


El lugar donde resido me permite situarme en Francia en dos horas y en un poco más llegar a Andorra. Durante 40 días he celebrado la Eucaristía en el Cottolengo próximo y, una vez libre del afortunado encuentro, a las 10 de la mañana, poder viajar. Acompañar a amigos siempre es buena ocupación y por estas tierras, sean las próximas a casa o del extranjero, una delicia. Abundan las iglesias y monasterios de rica tradición. Repito siempre a los americanos, que, para entender Europa, es preciso conocer sus monasterios, sus catedrales góticas y el Camino de Santiago. En estos parámetros cristalizó la cultura y la santidad continental. Resisten y se conservan la mayor parte de las edificaciones. ¿Resiste al paso del tiempo el espíritu que animó a aquellos monjes? ¿Alguien, de entre la clerecía o de la sociedad civil, continúa la hospitalidad que les fue tan peculiar? ¿Es la hospitalidad una característica anecdótica, fruto de vendavales o calma chicha coyuntural, de la cual se pueda prescindir? Eran mis preguntas íntimas los pasados días. Se habla de ella en Ro 12,13 y en ITi 5,10 pero donde más rotundamente se la elogia es en He 13,2. Dice allí: No os olvidéis de la hospitalidad; gracias a ella hospedaron algunos, sin saberlo, a ángeles. No es, pues, esta virtud, algo prescindible.

Se habla con frecuencia de las riquezas del Vaticano y se condena olímpicamente su posesión. Muchos de los que practican el deporte de la crítica, en cuanto poseen, en propiedad o en dominio, cuatro piedras históricas, señalan un horario y establecen el precio de entrada al lugar. De la gran riqueza monumental vaticana se aprovecha cualquier hijo de vecino, sea pobre o rico, gratuitamente. Una fortuna compartida con los pobres, no es pecado poseerla. Bueno es que el Papa envíe ayudas monetarias, que lo hace, a regiones pobres o a víctimas de catástrofes. No se puede olvidar el hambre del cuerpo. Tampoco dejar de satisfacer las ansias del espíritu. Ofrecer belleza generosamente, no es riqueza, es magnanimidad. Dicho lo anterior, añado algunas reflexiones, consecuencia de los viajes de estos días.

En mis visitas a una determinada comunidad monástica, no he logrado franquear más de dos metros de su recinto. Hablo de un lugar que conozco y al que voy desde hace más de 30 años. Estoy seguro de que si conocieran mi condición de periodista, me darían un montón de explicaciones, confortablemente sentado y enseñando posteriormente hasta el último rincón. Mi anonimato profesional, no les mueve ni a ofrecerme una silla y un vaso de agua.

Otro lugar. Es una comunidad de las de nuevo cuño. Debemos sacar el correspondiente tique (por mi condición sacerdotal no me lo cobran y lo hacen sin solicitar ninguna comprobación, y sonriendo). El buen monje da oportunas explicaciones culturales y arqueológicas. Aprovecha para referirse a la vida espiritual cristiana que ellos practican. La ocasión la pintan calva, pienso recordando el dicho popular. Pero observo que algunos se apartan: han pagado para una visita cultural y no les interesan los incisos. Tienen razón. Pero al menos sus palabras responden al decir de Pedro: siempre dispuestos a dar respuesta a todo el que os pida razón de vuestra esperanza IP 3,15. Añade el monje-guía, para acabar, que durante las plegarias y la misa, las puertas se abren para que entre y participe en ellas quien quiera. Oportuna y buena advertencia.

Me encuentro con V.C., en la actualidad, “hermanito de Jesús” y ermitaño en el Sáhara. Me cuenta que dedica su vida a la oración, sin descuidar la acogida de los viajeros que cruzan el desierto y le preguntan por su vida y el sentido que le da a ella. Interiormente pienso: ¿cobrará por ello? La imaginación de Dios, me gusta repetir, es prodigiosa. Me encuentro con M.H. antigua amiga. Me cuenta que hace poco ha estado por las tierras africanas de las que antes hablaba, que se encontró con un “hermanito de Jesús” compañero de mi amigo. Me explica que amablemente les invitó a entrar en su ermita, les explicó la vida que llevaba y les invitó a tomar un té. Temo preguntar, pero al fin me decido: ¿os cobró algo por la visita? Claro que no, me dice. Respiro satisfecho. V.C. es de mi misma diócesis, donde compañeros nuestros prohíben fotografiar, cierran puertas, venden objetos y cobran por entrar a cualquier cuchitril antiguo. Que cada uno reflexione a su gusto.

En una ermita andorrana a la que me gusta acudir, encuentro un joven universitario. Hablamos un rato. El gobierno paga su servicio de acogida e información al turista durante estos meses de mayor afluencia. He oído que la autoridad de este pequeño Estado, tan cosmopolita, tiene interés en promover el turismo cultural. Cumple el joven con el encargo perfectamente.

Acabo mis reflexiones recordando la institución francesa llamada CASA, que responde a las mil maravillas a la acogida y a dar voz a las piedras seculares, en basílicas y catedrales. Desearía que se implantase entre nosotros. (En Internet hay buena información al respecto). Me avergüenza el proceder de tanta gente “progre” de mi país, dispuesta a denostar las riquezas de la Iglesia, mientras da el mal ejemplo de hacer de sus pequeñas posesiones un minúsculo tenderete de mercadillo religioso. Tal vez les pasan de largo a su vera, los ángeles del texto bíblico y ellos los ignoran, envejecidos y empobreciéndose espiritualmente.