Metales

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   


Preparando itinerarios y bultos para mi próximo viaje, no puedo dedicarme como debiera, a escribir los artículos semanales. Por el desierto no podré conectar a Internet, de aquí que deba adelantar su redacción. El lector comprenderá que no escribo para ningún congreso, de aquí que el texto, por las prisas, tenga algo de improvisación. Trataré de plantear la cuestión, y sólo eso.

En el siglo décimo antes de Cristo, o tal vea antes, en el valle del Jordán, no solo había asentamientos humanos sino, consecuentemente, fabricación de útiles. Tengo en casa lascas y alguna punta de flecha de sílex de aquellas tierras. Lo curioso del caso es que en nada las distingo yo, de otras procedentes del desierto de Atacama. Seguramente que un especialista vería diferencias. La industria armamentística era semejante antes, como lo es ahora. Claro que no se ha de pensar únicamente en luchas tribales. La cuenca estaba por entonces mucho más poblada de especies animales y la caza exigía penetrantes y duras puntas de flecha para herir al bicho que se pretendía capturar. Me refiero a la cuenca del Jordán.

Pero exclusivamente, con estas armas y la incipiente cerámica, no se podía vivir. Era necesario instrumentos mejor diseñados y de mayor tamaño y precisión. Hablo, pues, de la aparición de los metales. Así como al cuarzo, que creo recordar es el mineral más extendido de la superficie terrestre, sólo es preciso fraccionarlo y darle el tamaño y aspecto pretendidos, cosa que se consigue a golpes, con rocas de su misma condición, el metal, los metales a los que me referiré, necesitan, para que puedan ser utilizables, procesos más complejos.

El primer metal empleado en la antigüedad es el cobre. Advierto que en arqueología puede recibir también el nombre de bronce. Es dúctil y maleable, lamentablemente, no lo suficientemente duro. Con él un soldado puede hacerse una espada y una mujer bruñirlo hasta conseguir un rudimentario espejo, pero no se puede hacer una rueda. Ni los radios, ni el perímetro resistirían. Y las de madera, que hasta hace pocos años hemos visto entre nosotros, podrán servir para un carro de bueyes, que trasporte útiles agrícolas, pero de ninguna manera uno ligero de combate. Es la tragedia que sufre el Israel de la época de los Jueces. Mientras combate a pie, sus enemigos lo hacen en carros. Llegan, roban, matan y se van, dejando al pueblo escogido hundido en la derrota y la pobreza. Para colmo de desgracias en este terreno, en el núcleo del Israel bíblico, no había minas de cobre. El mineral más próximo estaba en el sur. Todavía el viajero, por los parajes de Timná, cerca de los llamados Pilares de Salomón, puede visitar los estrechos túneles por los que se metían los esclavos, para sacar el mineral. Encuentra también, ruinas de un antiguo templo egipcio, donde irían a adorar y ofrecer sus dones, aquella pobre gente. Lo curioso del caso es que el nombre: cuprum, deriva de Chipre lugar donde abundaban los yacimientos. De esta designación deriva el símbolo químico Cu. Ciertamente que en la naturaleza se encuentra el metal en estado nativo, lo que facilita la extracción y, a golpes, el moldeo. Al principio, en la antigüedad, no se conoció el fundido. Más tarde sí, pudiendo conseguir mejores y más grandes piezas y además mezclarlo con estaño, consiguiendo así mayor dureza. No se sabe cuando ocurrió este descubrimiento. Lo frecuente en la naturaleza es encontrar compuestos del metal: óxidos, carbonatos o sulfuros, que será preciso reducir, lo que supone ya una incipiente industria.

Al sur, cerca del hoy Eilat, están las minas de las que he hablado. Encontré en una visita un pequeñito, no más de cuatro milímetros, fragmento de malaquita. Químicamente es un simple carbonato de cobre, pero su compacta microcristalización le confiere singular belleza . Digo esto porque el viajero, obsérvese que no digo el peregrino, encuentra allí, o en el mismo Jerusalén, joyas con una piedra verde, que le dicen se llama “piedra de Eilat”, la que ya he dicho nosotros llamamos malaquita, a un precio a pie de mina, muy superior al que nos cuesta aquí, en joyerías. Claro que nos llega seguramente de África y ya se sabe las diferencias que nuestro comercio establece entre el Tercer y Primer Mundo. Cobre y estaño (bronce) o cobre y zinc (latón) o cobre arseniado, fueron combinaciones que se hicieron para obtener ventajas adicionales. Aparecido el hierro, que en Israel tardo en entrar, la utilización del metal del que hasta ahora vengo hablando, cambió de signo su utilización. A partir de entonces, con él se hicieron estatuillas de divinidades, recipientes y, finalmente, monedas. Esta última utilización, nacida entonces, ha llegado hasta nuestros días. (las monedas de mayor valor eran de oro, le seguía la plata y las más humildes, la monedita de la viuda evangélica, las que depositarían cubriendo los párpados de Jesús al enterrarle, para que permanecieran cerrados, en señal de respeto, estas monedas, estaban hechas de cobre, de aquí que se desgastarán con facilidad, infortunio de coleccionistas.