Las siete especies

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   


Advierto, para empezar, que estoy preparando un inmediato viaje a Medio Oriente, cosa que me impide concentrarme en otras cosas. Iré, si Dios quiere, por tierras de Israel, de Jordania y de Egipto. La mayor parte, son paisajes que conozco de otras veces. Cuando voy de excursión por el Pirineo, no me asombro de la gran mole de montañas, preciosas algunas, como el enigmático Pedraforca, que contemplaba hace, poco subiendo al Taga. Todo el mundo mineral, desde un vulgar pedrusco, hasta la más espectacular mole roqueña, lo veo siempre tan estático, que nunca me entusiasma. Sin que deje de gustarme. Lo iba pensado el otro día. Encontré por la pendiente pequeñas gencianas. Hace años que no veía. Tienen para mí un especial encanto y son motivo de recuerdo de una hermana que murió. Si inspirado por Dios, me tocara describir el jardín del Paraíso, colocaría en él: orquídeas, edelweiss y gencianas. Durante la excursión, subiendo, cerca de la cumbre o en el descenso, cada flor que encontraba me parecía que la había preparado Dios para mí. ¿Por qué habían brotado , donde estaba pasando y precisamente aquel día? Nadie las plantaba, nadie las regaba, el clima era adverso, los únicos insectos que encontraba eran saltamontes y alacranes cebolleros. Ningunos de estos bichos creo que puedan colaborar a la polinización de mis florecillas. Las mías las que yo contemplaba. A quien no conozca esta flor de montaña, le diré que sus pétalos son de un brillante azul y que a la flor no se le ve pedúnculo. Brota del suelo, pura y sola exhibiendo belleza. Para gozar del todo, me tocó echarme al suelo y verlas de cerca, con todo detalle.

Me había despertado deprimido, el tiempo al salir era desapacible, por la montaña muy frío, la excursión un poco incierta, no había camino marcado. La cruz de la cima, que veíamos nítida, por más que subiera siempre la veía lejana. Malos presagios, pero aquellas florecillas tornaron mi estado de ánimo. Lloraba de emoción. ¡Tan poca cosa que son unas gencianas, pero de inmenso valor, si uno las cree regalo de Dios!.

Pensé entonces en el Pueblo de Israel, salido de Egipto y peregrino por el desierto. No es de extrañar el mal humor colectivo, que en diversos momentos sufrió. Ciertamente que Dios les proporcionó prodigiosamente agua, codornices y maná. Pero cuando se le ocurrió describirles la tierra que les tenía preparada, les dijo que en ella encontrarían: trigo, cebada, olivo, vid, granada, higos y dátiles. ¿a quien se le ocurriría hoy, anunciar esto? A Dios, en aquel tiempo, sí. Era un pueblo al que le faltaba el hierro, que las tribus por donde pasaba sentían por él hostilidad, que no tenía oro y ni siquiera cobre. ¿a qué venía tal anuncio?

El amor se demuestra en los pequeños detalles. El marido que firma cheques en blanco a su consorte, pero que es incapaz de regalarle una flor un día cualquiera. La mujer que se queda en casa, ocupada en las faenas del hogar, sin ser capaz de prepararle al marido el guiso o postre que más le complace o perfumarse como a él le embelesa. La pareja que vive en tales condiciones, no goza de felicidad, por rico domicilio o coche o viajes de los que gocen.

Algo así fue lo que prometió Dios a Israel. El trigo le aseguraba alimento cotidiano simple, el pan, en la cultura mediterránea en que estaba sumergido Israel, acompañaba cualquier comida. Con la cebada elaboraría pan mas sencillo, para entresemana y para pienso de sus ganados. El olivo era un árbol mítico, casi sagrado. Su jugo, el aceite, lo quemaría en sus lámparas, condimentaría sus guisos, curaría las heridas y ungiría a sus próceres. La vid le proporcionaría “el vino que recrea el corazón del hombre” al decir del salmo. Las pasas que se conservan todo el año. Granadas, exteriormente son las más preciosas y enigmáticas de entre las frutas. El sabor de su jugo, dice el Cantar, se asemeja al placer de un beso. Tiene en su interior tantos granos, como preceptos sus leyes. La higuera, ¿a quien importan hoy, los higos? Pero un pueblo que no conoce otros sabores que el agrio y lo salado. Los frutos de este árbol, que prodigiosamente madura dos veces cada verano, son una delicia. La fortuna de un israelita era tener una casa con higuera y parra. Los dátiles, la palmera altiva los guarda celosamente, el beduino encuentra al comerlos fuerza para proseguir el camino y sabe que en su proximidad encontraría, por lo menos, humedad, tal vez, feliz fortuna, un oasis.

Israel, ilusionado, proseguía su ruta, soñando la Tierra Prometida, donde encontraría esos regalos de su Dios. Vuelvo a mi vida, yo también en las gencianas de aquel día, veía una promesa de la felicidad que me tiene preparada el Señor.