María en Camino

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

 

Marchó huyendo de José, no era capaz en Nazaret de ocultarse a sus miradas. Creía que lo que ni a ella misma le era perceptible aun, sería capaz él de adivinarlo. Adivinarlo sin comprenderlo, aquí residía el problema. Sus padres aceptaron sin rechistar y sin sospechar nada, que fuera a hacer compañía a la vieja Isabel, que en su ancianidad estaba embarazada.
El camino era fácil, nadie por él podía perderse, ninguna dificultad la entretenía. No era este el intríngulis que la atenazaba.
Ser depositaria de un secreto enriquece. Tal vez sea la demostración de que se ha llegado a la madurez. La joven María, de doce años cumplidos, en una cultura que desconocía la adolescencia y siendo cuerpo apto para el embarazo en esta edad, el caminar y el trabajar, era labor sencilla. Aceptaba haber dejado la niñez y haberse hecho de la noche a al mañana, mujer adulta. Con todas las consecuencias, pero de una forma anómala, por decirlo de alguna manera.
Iba sola. Sola en su intimidad, que no le faltaba compañía externa. Los caminos que debía seguir eran siempre sendas concurridas. Una y otra vez le daba vueltas a la aparición, a lo que había dicho, a lo que a ella le pasaba. Aunque pudiera y quisiera, nadie la creería. Isabel era su única esperanza. Pero, ¿estaba segura de que en ella encontraría paz su corazón?

Llegó a la montaña de Judá, no le hizo falta dar explicaciones. Parecía que la estuviera esperando puntualmente. Ella y el hijo que esperaba, fueron señal de paz, descanso interior, gozo.

Cuando se es generoso se encuentra solución. Dos mujeres dispuestas a ayudarse mutuamente convivieron en concordia y felicidad. La fuente de Ein-Karen es testigo de una labor cotidiana. No muy lejos, pero bastante desconocida para el viajero presuroso, está la tumba de Isabel. Está el pequeño edificio solo, silencioso. Cuando he ido, siempre he sido el único visitante, os lo digo a vosotros, mis queridos jóvenes lectores. Aquella iglesita con la tumba en el suelo, resulta tan acogedora como lo fue el corazón de Isabel para con el de Santa Maria.
Saludó Isabel a la sobrina y reconoció al Señor que con ella venía. Escucho el Magnificat. En ningún otro sitio se saborea el canto como allí.

Se le acabó el tiempo previsto y hubo María de volver a su tierra. Ya no iba tan sola. Había compartido en secreto, el secreto más sublime. Compartirlo así no es violarlo. Pero volvía a estar físicamente sola. Deseaba y temía llegar a Nazaret. Seguía el ritmo. Divisó las casitas. No pasó nada. O sí, vete a saber lo que pensaron sus padres al verla. Le pareció que no miraban ellos otra cosa que su incipiente vientre abultado. Seguramente que no le dieron importancia. Era de esperar. No implicaba para ellos ningún enigma el embarazo.

Lo de José fue diferente. El silencio en este caso, cortante, hiriente, resultaba inaguantable. No podía entenderlo, no podía entenderla, ni siquiera se atrevía a preguntar. María sufría, lloraba cuando nadie la observaba . Trabajaba, ayudaba  a sus padres y preparaba su ajuar. Los días se hacían interminables.

Se presentó José un día aturdido. Trató de abrazarla, y temió que aquel abrazo a la madre del Señor, fuera profanación. Debía contárselo y no podía. La intuición de la esposa facilitó el encuentro, se alejaron, buscaron un lugar solitario y, poco a poco, muy poco a poco, en medio de repeticiones y enredos de palabras, pero sin ningún recelo, llenaron su interior de comunicación fraterna, matrimonial, paternal y maternal. Aquel día se sintieron por primera vez maduros. Aquel día empezaron a entender lo que era ser matrimonio, formar familia. Sintieron miedo, pero uno al otro se recordaron que debían siempre recurrir al Señor, confiar en el Señor. Y ambos se llenaron de paz.

En Nazaret quedan restos de una casa…
Otro día os hablaré de ella.
Que Isabel la confidente, y José el compañero, os enseñen a vosotros también a serlo, mis queridos jóvenes lectores.
Ser confidentes de Santa María, ¡qué maravilla! Pedidle a Isabel que os enseñe a serlo. Y que también aprendáis a ser confidentes de los demás. Una gracia que todos son capaces de obtener.