La Naturaleza viva en Semana Santa
La parra o, mejor, el vino

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

 

Se elabora a partir de la uva, fruta de otoño, de la parra o del majuelo o viña. Se recogía a mano en cuévanos y se traslada al lagar, un depósito generalmente tallado en la misma roca, para lograr estanqueidad, dentro de una casita situada muchas veces en la misma viña, de ello da cuenta el Evangelio. Se depositaba allí y después con los pies descalzos, se pisaba. Se iniciaba entonces la fermentación. La piel oscura teñía el jugo de color rojizo, tirando a negro. Pronto, por conductos perforados en la pared, pasaba a la bodega, donde proseguía la trasformación de los azucares en alcohol. Se conservaba en cántaros o en odres, también en toneles. La Biblia menciona este último recipiente para guardar el aceite (Ezequiel), pero he visto relieves de aquella época, donde también se los utiliza para el vino. Este, evidentemente, sería diferente si se elaboraba en Hebrón a si procedía del Líbano. Menciono dos lugares famosos por sus caldos. Por todo Israel se plantaban viñas y cada casa obtenía su cosecha para uso familiar. El proceso del vino, por oxidación, prosigue lentamente, convirtiéndose en vinagre. Entre nosotros se evita quemando azufre. En tiempos bíblicos se desconocía esta técnica y se acudía a cubrir la superficie con aceite para, de alguna manera, impedirla, sin conseguir demasiados buenos resultados.


Los odres, conocidos ya en tiempo de Abraham, fueron evolucionando. Llegaron a ser semejantes a los que entre nosotros se han utilizado hasta hace unos 50 años. La parte inferior acababa recta, perpendicular, sin prolongarse en las extremidades. Hace pocos meses he visto un ejemplar de estos en Petra. Como la lenta fermentación proseguía durante un tiempo, los pellejos donde se guardaba el vino joven debían ser nuevos, dotada su piel de una cierta elasticidad, para que no se resquebrajaran, debido a la presión del CO2 desprendido. El añejo podía guardarse en odres viejos ( de aquí la sentencia de Jesús). El vino era bebida cotidiana, también medicina (buen samaritano), acompañaba a los sacrificios del Templo, mezclado con mirra resultaba narcótico o anestésico (se lo ofrecieron así a Jesús a punto de ser crucificado). Se mezclaba con hierbas aromáticas, nosotros le llamaríamos aperitivo, o con azucares, antecedente de nuestros licores.
Para un cristiano, la importancia del vino está en que fue escogido como especie eucarística. ¿Cómo sería el vino de la Santa Cena? Pues, probablemente, de baja calidad, según nuestros estándares. Un poco avinagrado y algo turbio. De aquí que recordando la costumbre antigua, todavía le añadimos un poco de agua, al que preparamos para la misa. Sería tinto y seco. La Iglesia latina tardó siglos en autorizar el uso del vino blanco y las Iglesias Orientales continúan utilizando el vino tinto. Cuentan que se abusó del vino en las celebraciones eucarísticas, de aquí que en las comunidades occidentales, se comulgara solo con la Eucaristía de pan, sin que por ello disminuyera la Gracia sacramental. Han cambiado los tiempos, estos peligros han desaparecido, y podemos volver a la práctica primitiva, que las de Oriente nunca abandonaron. Y ser fieles a rajatabla, al mandato del Señor: tomad y bebed…


Para explicar a personas de culturas no mediterráneas, que el vino no es para nosotros un lujo, les explico que en los monasterios benedictinos, se bebe vino a diario en las comidas, (de ello habla Benito en su regla), reservándose en cambio el café, para los días festivos. (de todos modos, en otro lugar, con cierta discreción, también pueden gozar de esta infusión. Cuando estoy junto al Sagrario, a veces le digo a Jesús: Tú no disfrutaste de un aromático y estimulante brasileño o colombiano arábiga. Y tengo la sensación de que me sonríe y hasta, retrocediendo a su temporada histórica, incluso me envidia)