Tempestad en una jícara

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

 

Supongo que todos vosotros, mis queridos jóvenes lectores, habéis visto el mar. Pienso que si ahora estuviéramos en la orilla del lago de Genesaret, nos reiríamos de que le llamaran mar. Se trata de un gran charco de no más de 20 km de norte a sur y alrededor 9 de este a oeste. Está hundido en la brecha de la corteza terrestre, que aparece allí donde nace el Jordán y se estira hasta los grandes lagos, ya en África. Rodeado de un festón de crestas no muy altas, su superficie se extiende a 250 metros por debajo del nivel del mar. La comarca goza de un clima peculiar, diferente al de los otros parajes de su entorno. Os doy estos detalles para que entendáis el pasaje del evangelio de la misa de hoy. Cada día, hacia las seis de la tarde, el Kineret, su nombre hebreo, que hasta entonces podía ser plácido estanque de un parque ciudadano, empieza a moverse, hasta llegar en poco rato a formar encrespadas olas. Lo que os cuento, en tono menor, ocurre puntualmente cada jornada, de lo expresado en “mayor con pedalier”, he sido testigo una sola vez, pero os aseguro que los rizos alcanzaban más de dos metros de altura. Todo el mundo allí lo sabe y los marineros se adentran en el agua, sabiendo que no llegará a mayores. Pero a veces sí y pescadores avezados de aquella tierra, se llevan un gran susto y hasta sienten pánico. Es lo que les pasó aquella noche a los Apóstoles.


Cambio de tercio. No hace muchos años, uno de gran sequía, bajó el nivel del lago y descubrieron en el lecho, cubierto de limo, una barca de la época del Señor. Nadie dice que fuera la de Pedro, aunque algunos se atreven a llamarla así. Lo seguro es que era semejante a las que utilizaban los apóstoles y que probablemente la verían navegar y pescar junto a la suya. Hoy en día se puede contemplar en un kibutz-hotel. Os he dicho contemplar, que no simplemente ver. Junto a ella, y vosotros podéis hacerlo recordando las antiguas de cualquier embarcadero, uno se imagina al Maestro sentado, dormitando en la popa. Los ocho o diez discípulos estarían tratando de descubrir algún banco de peces, para calar sus artes de pesca. De repente, el viento empiezan a soplar con violencia. Los marinos abandonan su trabajo, acucurrándose entre las cuadernas, previo arriado de la vela, y se disponen a que pasase la tempestad. Pero aquel día esto no ocurría y ellos, expertos de aquellas aguas, temieron por sus vidas. Y mientras tanto Jesús, seguía durmiendo, ajeno y despreocupado de todo lo que ocurría. Sentían ellos respeto por sus costumbres y no se entrometían en su proceder, pero llegó un momento que la situación clamaba al Cielo y ellos, por supuesto, decidieron clamar al Maestro.


No se enfadó porque hubieran interrumpido su descanso. Simplemente se irguió y dio órdenes, de inmediato fue obedecido. Ellos se asombraron. Añadió Él un reproche por su cobardía. Si gozaban de su compañía ¿por qué habían tenido miedo?
A veces es preciso pasar por una prueba seria, para descubrir el grado de confianza que uno tiene. Y ellos habían tenido muy poca. Pasada esta, supieron confiar mucho más en Él.


Es preciso ahora fijarse en un detalle, que no por ser pequeño carece de importancia. La iniciativa de embarcar la tuvo el Maestro, no fue idea de ellos, de aquí que les permitiera despertarle con mayor libertad y reclamar su ayuda.


En ciertos momentos de la vida hay que tomar decisiones para el futuro. Muchos lo piensan en virtud de las salidas profesionales que se le ofrecerán. Otros desean, con la decisión que tomen, realizarse como personas. Es esta una expresión que está de moda. No está mal pensar así. Lo malo es que si se presentan situaciones adversas, difícilmente se puede exigir a Dios que acuda en nuestro auxilio. En cambio, si uno se plantea su futuro buscando ser fiel a la iniciativa que Dios tenga pensada y reservada para nosotros, la cosa cambia. Mis queridos jóvenes lectores, desde que acepté el proyecto de vida que pensé tenía Dios imaginado para mí, desde que fui ordenado sacerdote, he pasado por bastantes malos tragos. Los tiempos no son propicios para ser aceptada mi labor, he rozado el fracaso, he sufrido marginación, nado en la indiferencia hacia lo cristiano que me rodea, pues bien, en los momentos en que no veía un horizonte iluminado, le he dicho al Señor: ¡apáñate! Que me he metido en este fregado porque Tu lo querías. Y ha llegado siempre la respuesta y se le han abierto a mi vida nuevos paisajes. Las respuestas de Dios son prodigiosas, fruto de su maravillosa imaginación.


La barca, leyendo el pasaje desde otra perspectiva, es figura de la Iglesia. Se ve en muchos lugares atacada, denigrada, perseguida, calumniada. Algunos creen que lograrán que se hunda y perezca, pero mientras continúe siendo la Esposa Amada del Hijo predilecto de Dios-Padre, no lo lograrán. Algunos creen que Dios no está junto al Papa, que se ha alejado de la Iglesia actual. Bregan los misioneros, claman los profetas, asisten los catequistas, se desviven los padres cristianos educando a sus hijos que crecen en terrenos de yermo espiritual, se afanan en los centros de Cáritas, otros enrolados en ONGs generosas no paran, acompañan hermanos y hermanas que atienden a pobres, enfermos y ancianos. ¡circula invisible por tantos troncos la savia divina!. En el fondo de esta barca que parece que se hunde por su popa, esta dormitando Jesús. Pero continuamente, en un monasterio, en un desierto, en el centro de las ciudades, en barrios marginales, con distintivos externos o sin ninguno otro que su obrar contra corriente, están compañeros de Jesús que van reclamando su ayuda.


Y la Iglesia revienta sus estructuras, como de los nudos de una rama brota una flor, y muestra su lozanía, ofreciendo generosa al mundo, sus mártires. Hoy más que nunca ocurre así. Nunca en su historia floreció tanto. Felices nosotros que hoy somos sus ciudadanos.