El pozo de la Samaritana o de Jacob

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

 

No seré yo quien niegue el bien obrar de algunas entidades que organizan viajes a Tierra Santa, pero no son muchas, sinceramente. Uno de los defectos de los que se adolece, es la repetición reiterativa de sus itinerarios. Tierra Santa, para un cristiano, debe ser como la montaña para un alpinista. Va una y otra vez, descubriendo en sus diversas excursiones, cosas nuevas, que antes desconocía. Sin dejar de detenerse nunca en ciertos lugares fundamentales: Santo Sepulcro, Getsemaní, Sepulcro de santa María, Belén y Nazaret, que son imprescindibles. De los otros, llamémosles de segunda, debe aprovechar los siguientes, para irlos conociendo. Porque a Tierra Santa, como a la playa para quien le gusta, no es suficiente haber ido una vez.


El peregrino antiguo, uno de los lugares que no olvidaba nunca visitar, era el pozo de Jacob, situado junto a la actual Nablús, a la orilla misma de la carretera y sin tener que entrar en la, en ciertos momentos, conflictiva ciudad.
Siempre digo que más que expertos guías, fabulosos hoteles o eminentes biblistas, lo mejor para el que va a Tierra Santa, es tener allí buenos amigos. Y a mí se me ha concedido esta gracia. Casi todos son franciscanos de la Custodia. Esta vez no ha sido una excepción, Fra. Rafael Dorado nos acompaña y vamos felices.


En mi primera visita, allá por el verano de 1972, nos contaron que el Zar ruso, había iniciado la edificación de una basílica que albergara el lugar de encuentro de Jesús, con la intrigante, que no fatal, mujer samaritana. Pero la revolución bolchevique paró la construcción y quedaba solo el inicio de los muros de no mucho más de tres metros. De esta manera la he ido viendo en sucesivas ocasiones, hasta que un día comprobé que las obras proseguían. Este año me sorprendió verla preciosa y totalmente acabada.


Franqueamos la puerta sin que nadie nos cobrara entrada (aviso para la navegación de cabotaje). En el interior encontramos al pintor de iconos. Fra Rafael y él se saludaron efusivamente y después nos saludó a nosotros. Fuimos recorriendo con ellos todo el recinto, admirando su belleza.


Mi satisfacción era mayor, pues, en Jerusalén, me había entregado el P. Bárcena el último número de la “Revista Tierra Santa”, donde aparece un artículo mío, dedicado precisamente a este encuentro de Jesús, enigmático en sus inicios, enormemente fecundo para el pueblo samaritano, marginado y despreciado, por aquel entonces. No renuncia el Maestro a su realidad judía, ni ignora el contexto de aquel pueblo, pero, por encima de sentimientos patrióticos, va al meollo de la misión que el Padre le ha encomendado. Se repite tanto que al hombre occidental le faltan valores, que se olvida que lo que ocurre generalmente, es que no tiene estructurado un orden. Que le falta una escala de valores. Y el patriotismo se le tasa a precio supremo. Olvidando que se trata de una realidad aprisionada en el espacio y el tiempo, de lo que cada vez el hombre contemporáneo más prescinde. El Señor piensa que aquella mujer, de la que se ha dado cuenta enseguida de su catadura, puede convertirse en la primera apóstol, prescindiendo de a qué pueblo pertenece y del significado del lugar donde se encuentran. Por encima de todo está el Dios al que a partir de entonces, se podrá invocar en “espíritu y en verdad” en cualquier lugar del mundo.


El artista nos invita a su domicilio. Nos muestra bellos iconos. También realizaciones suyas, en técnicas tradicionales y otras en cristal, que ni son vidrieras, ni gemmails, ni las propias de Rumanía. Nos ofrece un aromático té. Nos despedimos agradecidos y entusiasmados. Al ecumenismo de alto copete le corresponde el dialogo, los cimientos se fraguan con amistad. Porque el pintor-artista-artesano-monje, es ortodoxo griego y nosotros católicos. Nadie hubiera adivinado lo que nos separaba.