Nazaret – Sábado 20, 30

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

 

Digo con frecuencia que viajar a Israel piadosamente es tan legítimo, como retirarse a practicar ejercicios espirituales. Continúo diciéndolo, pero también añado, que puede resultar bastante inútil. Que a uno pueda interesarle conocer donde nació Jesús, donde fue torturado y ajusticiado, no lo dudo, Que pueda sentir emoción tampoco, tan sincera como cuando acude a un espectáculo navideño u otro teatral de la Pasión. Pasada la conmoción del momento, la vida continúa, como si nada hubiera ocurrido. Las agencias saben lo importante que es que el cliente se vaya a dormir cada día sin cansancio mental. Es suficiente que quede satisfecho de las visitas y que descanse bien. No está mal, es su negocio, pero lo considero poco ambicioso. Encajonados en el bus, se ignoran muchas realidades del país: la vitalidad de las comunidades cristianas, sus logros, su ilusión, sus esperanzas. Resulta imprescindible comer el “pez de San Pedro” que, dicho sea de paso, no es semejante al que pescó el Apóstol por mandato de Jesús, experimentar las peculiares sensaciones al sumergirse en aguas del Mar Muerto y no dejar de comprar los correspondientes regalos de recuerdo. Nada de esto considero que sea inútil, ni perjudicial, sencillamente no es bastante.

Escribo hoy sobre una vivencia interesante. En Nazaret, al atardecer del sábado, se celebra un multitudinario rosario de peregrinos, o “procesión de las antorchas”. Asistí por primera vez hace unos años. Estaba en sus inicios y el recorrido fue discreto. Este año he podido participar nuevamente y he constatado que su calidad ha mejorado. Nos reunimos en un lugar del gran patio que se extiende entre la basílica de la Anunciación y la de San José. Se nos entregó gratuitamente a cada uno, una velita con su correspondiente protección de papel. Presidía el superior, P. Ricardo, acompañado de otros frailes, no todos. La celebración es de peregrinos, no de la comunidad franciscana. Se utilizaron diversas lenguas y fue entonces cuando experimenté la primera sorpresa. Estamos acostumbrados a que en actos de esta clase se escuchen las principales lenguas europeas. En esta ocasión no. Claro que rezamos en castellano e italiano, pero no en francés, ni en ingles, ni en alemán. Se hizo por supuesto en árabe, además de diversas lenguas que me sonaron a propias de la Europa oriental o asiáticas. Estoy convencido de que eran las que sabían correspondía a los asistentes. Oír saludar a María en lengua rusa, filipina o polaca, no es cosa habitual, pero sí muy saludable

La espina dorsal del acto era el rezo del rosario, como en cualquier parroquia, como en cualquier familia cristiana. Al decir esto, lo primero que se le ocurre a uno, es que no es preciso desplazarse hasta estas tierras, para practicar una devoción que puede hacerla en su casa. Enseguida se da uno cuenta del valor que tiene estar allí pronunciando una plegaria archisabida, sin ningún protagonismo, sumergido anónimamente en la multitud. Rezar el Ave-María, acompañado de tantos desconocidos, que viven la misma Fe, es maravilloso. Se avanzaba tranquilamente y en silencio, cuando no se cantaba, ni se oraba. Finalmente, se entró en el recinto. La salutación angélica en estas circunstancias es emocionante. En el museo de Nazaret se ven pruebas de peregrinos de otros tiempos, que dejaron testimonio de su devoción. El grafiti del “XE MARIA” nos asombra, los otros posteriores también, pero ¿de qué serviría comprobar la piedad de antiguos viajeros, si en la actualidad se pasara por estos lugares con indiferencia o por pura curiosidad?.
¿Cuánta gente participa en este acto? Pese a que mi propósito fue el de entregarme a la sencilla oración comunitaria, no podía substraerme a mi condición profesional, pero por más que pregunté, nadie me dio cifras seguras. Creo que la otra vez los asistentes pasábamos discretamente de 200. En esta ocasión unos me hablaron de 300 otros de 700, yo me hubiera atrevido a calcular que éramos más de mil. Más de uno me comentó que asistían bastante menos personas de las que era de desear.

Me he referido a una devoción sencilla, de un atardecer semanal. Me limito a contar otra. Muy cerquita de la Basílica, puede uno entrar a la iglesita donde Charles de Foucauld rezó, parece que en el recinto se respire su presencia. Añado orar en el convento de las clarisas, un poco más lejos, después de haber leído la frase evangélica, escrita del puño y letra del “hermanito de Jesús”: ¿de que le sirve al hombre ganarlo todo si pierde su alma?. Son experiencias profundas, sin espectacularidad. Indudablemente que no se contarán al llegar a casa, pero que dan perennidad, a la peregrinación.