Martí-Alanis, Obispo bueno

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

 

Que se les pueda llamar buenos obispos, conozco algunos y seguramente deben existir bastantes más. Pero, que, con palabras de Machado, en el buen sentido, sean obispos buenos, estoy seguro de que no abundan.
Los lectores de Catalunya, habrán leído, con motivo de su óbito, reseñas del querido obispo, los de lejos ni se habrán enterado. Que escriba un comentario a Mons Martí-Alanis interesará a muchos y, por mi parte, es exigencia de honestidad. Advierto que vivo a 200Km. de la Seu d’Urgell, que fue su sede episcopal y que no pertenezco a la que fue su diócesis. Como se han escrito estos días en la prensa muchos elogios, por mi parte contaré lo que no han dicho, lo haré a manera de anécdota y puedo hacerlo, porque fueron momentos de los que fui el único testigo.


Mi primer encuentro fue por una cuestión de trámite y una vez resuelto, no recuerdo como ocurrió, derivó a hablar de un sacerdote de su obispado que había abandonado el ministerio. Resultaba que yo le conocía y también a la mujer que le acompañó. Así empezamos. Le advertí que los dos, seguramente, estaríamos obligados al secreto de ciertos aspectos y me dio la razón. Continuamos. Me hablaba él, de la huida de aquel sacerdote, como puede explicar un padre la pena por la de un hijo suyo que marchó de casa. Lamentaba sus errores, pero lo hacía con cariño. Quedé yo aquel día impresionado de su capacidad de amor, de amor paternal. Me impresionó también la confianza que me demostraba, el respeto que me tenía. Al principio del encuentro se había presentado un problema: un enchufe eléctrico no funcionaba y sacó de un cajón de su mesa un destornillador y cambió el fusible, lo hizo con tanta naturalidad como había comentado la falta de vocaciones sacerdotales. Aquella visita me desconcertó, no estaba acostumbrado a un tal proceder y a ser tratado así por un obispo. Quedé intrigado y, guardando la debida reserva, me atreví a indagar entre la clerecía, el resultado fue que esta consideración, esta confianza, este amor, que con mí había tenido, lo demostraba exactamente igual, con los otros sacerdotes.


Volví a encontrarme con él en Roma, en la embajada española, con motivo de la beatificación del Padre Mañanet. De nuevo me asombró su respeto y confianza. Me trataba como si yo fuera un teólogo-historiador. Y él era obispo y copríncipe, Jefe de Estado, de Andorra.


Pasado un tiempo, me solicitaron si podía acompañar a un sacerdote italiano amigo suyo, que debía entrevistarse con él, accedí. Encontrase, siquiera un momento, con personas de tal talla, vale más que visitar la catedral de Chartres, que ya es decir. Por el camino, el sacerdote al que acompañaba me contó que, prácticamente, estaba ciego. En plan de broma me decía que su chofer era el obispo Martí. Llegamos, nos saludamos. Yo le ofrecí un simple obsequio: vino de mi pueblo. Él, elegantemente, sacó del bolsillo un estuche y me dijo: yo también tengo para ti un regalo. Era la moneda de plata andorrana, acuñada con motivo de los juegos olímpicos de los pequeños estado de Europa. JOAN D.M. BISBE D’URGELL I PRINCEP D’ANDORRA, pone en su anverso. La guardo como la más preciada joya. Un obispo que lleva preparado en el bolsillo de su americana un obsequio por si se presenta la ocasión, es un prodigio. Se empeñó en que debía acompañarles durante la comida, se excusó porque los seminaristas que vivían con él estaban aquellos días en Taizé y a su ama de llaves, de 94 años, no podía pedirle que preparase comida para los tres, deberíamos, pues, ir a un restaurante. Entramos y nos sentamos en un lugar discreto. La conversación correspondía a lo que llamamos dirección espiritual. Yo deseaba dejarlos solos, ambos se negaron. Él me dijo que yo era sacerdote y podía escuchar, guardando el debido secreto. Nunca había imaginado una cosa así. Su discreción, su discernimiento, iban parejos con el respeto al sacerdocio del italiano, entrañable amigo, envuelto todo en un cordial amor. Se entregó a su labor de consejo, profundamente cristiana y eclesial, sin mirarme, pero sin ignorarme. En un determinado momento, en un paréntesis, me dio una docta lección de enología, me habló de cualidades dietéticas i organolépticas de los caldos, refiriéndose a los de su tierra, el Priorato, y a los de la mía: Rueda. La mesa, obviamente, era cuadrada, quedaba un lado libre. Fascinado como estaba, le dije al final: Sr. Obispo, si un chico de 16 años nos hubiera acompañado, estoy seguro de que ahora tendría ganas de hacerse sacerdote.


Podría contar otros momentos. Agradezco muchísimo a Dios que me haya proporcionado esta relación. Durante estos 25 años he tratado de averiguar si la predilección que había tenido conmigo, era exclusiva. Para mi satisfacción, he comprobado que no, que con todos los sacerdotes se comportaba de idéntica manera. E día del entierro volví a preguntar, me intrigaba que no hubiera alguien que, en algún momento, pudiera haber sentido antipatía por él. Todos me decían lo mismo, uno añadió: si alguien piensa lo contrario, sería un monstruo.


(Hace unos años, con otros obispos españoles, salió de vacaciones por Europa, viajaban en una caravana, parando en convencionales campings. Creo recordar, que él por su cuenta, visitó la península monástica del Monte Athos, de ello sí que publicó una crónica. Más de una vez le había sugerido que escribiera un relato de aquel episcopal viaje, no lo hizo. Alguno de los acompañantes, que todavía vive y se le parece, que no me extrañaría lea estas líneas, podría hacerlo. Necesitamos comprobar que dentro de la realidad episcopal, se encierra un hombre que no ha ahogado su sensibilidad, su cordialidad, capaz de dialogar, amar y respetar).


Advierto dos cosas, aunque de esto ya se ha hablado en otros sitios. Primero, que era un eclesiástico docto, de mucha lectura y carpetas ordenadas, donde archivaba los más variados temas de importancia cristiana o puramente antropológica. Añado, que su cargo político, principado compartido con el Jefe de Estado francés, lo vivía con profunda responsabilidad. Podría contar alguna expresión humorística suya al respecto. Más que honores, pienso yo, le causaba problemas. Se dice, que, para premiar ambas cualidades, se le otorgó, a titulo personal, el de arzobispo.


Lo contado no es noticiable, le falta morbo y espectacularidad, hoy tan en boga, si se quiere llamar la atención e interesar. Pero un obispo comunicativo, que ama a los sacerdotes con cordialidad y que le gusta ser amado de la misma manera por ellos, es una rara avis.


Al final del entierro me salió de lo más hondo del corazón decirle: obispo Martí, intercede ante Dios por nosotros, que haya en la actualidad obispos como lo has sido tú. Cuando se ha atravesado la barrera de lo social-histórico y penetrado en la Trascendencia, no hay tratamientos protocolarios, todos nos trataremos de tú, como Jesús trataba y era tratado.