Conciertos

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

 

La reciente muerte de mi hermana no permite a mi imaginación vagar por cualquier sitio. Añádase al evento, la correspondiente gripe que a mí, como a tantos otros, me ha atrapado. Como diría aquel: se perdió mucho, pero se salvó el honor y la vida, y, añadiría yo: también se salvó la Fe, que no es poco.


Llegado a un cierto sosiego, y dado que estos días son de obligada vacación para mi entorno, ni visitas, ni llamadas telefónicas, ni compromisos ministeriales, me ocupan, solo la oración y la contemplación me son concedidas. Estoy refiriéndome a las jornadas de final y principio de año, días de grandes conciertos. Necesitaba no huir de la realidad que me embargaba y sumergirme en el misterio. La Trascendencia es siempre misterio y no seré yo, quien lo niegue, ni me crea capaz de captarla. Puedo acudir a una parábola, subterfugio que me la acerque. Para mí lo es la música. Nunca, ni en el bachillerato, ni en el seminario la estudié, de aquí que al no entender, al no saber ni descifrarla, ni interpretarla, me sitúe en el terreno que necesito estar.


Nunca he ignorado el retransmitido desde Viena. Este año, por pura honradez espiritual, me abstengo. Demasiada elegancia, lujo y derroche, que no casan con nuestra realidad familiar,  más modesta. Lo grabé y  lo veré otro día.
Mi sorpresa ha sido grande al comprobar que en muchas otras poblaciones se organizaban conciertos de gran calidad y enfoque. La KTO, la emisora de la iglesia de París. Telepace y SAT200, de la iglesia de Italia, son algunos ejemplos, que no me han extrañado. Pero donde pasé más rato y donde se convirtió el visionado en contemplación espiritual, fue en el de Maguncia (Mainz). En primer lugar era al aire libre, en una gran plaza. Con sitios reservados, pero también con participación de vecinos anónimos, desde aceras y balcones. Uno se acuerda entonces de aquella fiesta que se organizará para invitados a una boda, para todos, buenos y malos, al final de los tiempos.


El piano y la mayor parte de la cuerda estaban en manos femeninas, elegantemente ataviadas, pero sin elitismo distanciante. El viento y el metal, a partes iguales. Hubo artistas conocidos de las gentes del lugar. El programa fue muy variado. Selecto, pero no en exceso. Escuché desde música de Mozart, hasta latino americana. Oír cantar una melodía que podía ser de los Quilapayun, en alemán y, con el evidente entusiasmo, melodías tirolesas, era una gozada. Yo le decía al Señor: si estuvieras a mi lado, estoy seguro de que me dirías: mi Reino, al que tu y los tuyos estáis invitados, se parece a esta fiesta. Y me mecía en sus manos, como un niño en brazos de su madre (Slm.131).


No he estado nunca presente en un concierto de esta categoría y no lo añoro. Mi condición de fotógrafo, me permite admirar la labor acertada de los cámaras y de quien en el estudio selecciona las tomas que saldrán por antena. Estaba asombrado. El teleobjetivo se fijaba en  pequeños  instrumentos que de estar en la plaza no hubiera sido capaz de distinguir. Para que se me entienda: el triángulo, el xilofón, algún cascabel. Sonaban suavemente. De no ser por el objetivo que lo encuadraba, no me hubiera percatado. El compositor lo había tenido en cuenta. Nadie ignora ni los violines, ni los fagots, ni las trompas, no obstante el concierto era resultado también de aquellos pequeños detalles. Pensé entonces en mí. Me identifique con aquellos humildes instrumentos. Para el Reino de los Cielos yo era como uno de ellos, no podía fallar. Al percatarme, agradecí al Señor haber sido escogido y dejándome llevar, sumergido en la composición, de alguna manera, me sentía en el Cielo.