Resurrección, eternidad

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

 

De pequeño nos decían que en el Cielo, el cuerpo que tienen los que allí van, no es como el que tenían al morir. Si era un niño, allí sería como el de un joven de 24 años. Si un anciano, gozaba de juventud. Los del infierno, esos no cambiaban, era lo que mostraban las pinturas de museos e iglesias. De todas las edades, prostitutas y avaros, algún que otro obispo y en un rincón hasta un papa con su tiara. Algo semejante ocurría con la felicidad. Recuerdo un maravilloso párrafo del recientemente fallecido Delibes. Describe como un cura prepara a un moribundo, cazador empedernido como lo era el escritor. Tiene mucha gracia, le cuenta como Dios le preparará las perdices y sus perros le conducirán liebres. El feligrés convencido de lo que le espera, se confiesa.

Acabo de seguir por TV el encuentro del Papa con jóvenes romanos, preparando la jornada de la juventud, el Domingo de Ramos. Un chico le ha preguntado: si se trata de aspirar a la vida eterna, ¿Cómo es, para que nos resulte deseable? El Papa, buen intelectual, mas que poeta, no se ha salido por la tangente. Ha reconocido el misterio que se esconde en la cuestión. Pero ha hablado del gozo que uno siente, al acercarse al Señor. Ha hablado de experiencia de Dios, en la situación histórica, para evidenciar lo que será en la realidad eterna. La lectura evangélica había sido la del que pregunta qué es preciso para ganar la vida eterna. Con seguridad aquel buen hombre, no tenía la cantidad de cosas que nosotros poseemos. A fuer de sinceros: nosotros no aspiramos, nosotros tememos perder lo que almacenamos.

Resurrección del cuerpo, pero ¿de qué se trata? Una corta descripción ocuparía mucho más de lo que me permite la columna. Nuestro cuerpo esta formado por átomos. Se dice que uno de hidrogeno, semejaría a una plaza de toros, en la que en el ruedo hubiera una pelota de futbol y en lo mas alto del tendido, una de ping pon. La plaza, diríamos, que está vacía. Nuestro cuerpo es un saco de agujeros. Añádase, que los componentes, están en un continuo entrar y salir. El agua que ahora bebo, la expulsaré en la respiración, traspiración o micción. A los otros componentes les pasa lo mismo. El calcio anidado en mis huesos, el que se incorporó ayer y huirá mañana, tal vez estuvo, fue, cuerpo del personaje que queramos imaginar, sin excluir el mismo Jesús.

 ¿Qué y como es mi cuerpo?
No puede ser un inmenso montón de agujeros pasajeros, tal vez deberíamos creer que existe algo permanente, invisible e inaprensible. Quizá debamos acudir, provisionalmente, a imaginar algo semejante al éter, que supusieron los físicos de inicios del siglo XX, para explicarse la transmisión de las ondas electromagnéticas. Queda el misterio, no la decepción.

Jesús, en dos apariciones, para demostrar que es Él, come. Ocurrió en Jerusalén donde, a petición suya, le dan pescado asado. La segunda es más simpática, pertenece al final del evangelio de Juan. Jesús tiene brasas y, encima de ellas pescado y pan, les pide a los discípulos algunos peces de los que ellos han pescado. Y juntos almuerzan.

Se me ocurrió el año pasado. Fuimos, en tiempo pascual, a una ermita, adultos y jóvenes. Después de la misa compartimos “comida de resucitados”. Panes y peces a la brasa. Lo pasamos bien, algo aprendimos.
Deberemos recordar lo que dice Pablo, se siembra un cuerpo natural, resucita un cuerpo espiritual. Pues si hay un cuerpo natural, hay también un cuerpo espiritual. (I Cor 15,43)

INTELIGENCIA EMOCIONAL
Es un concepto un poco etéreo, que hoy se valora mucho en la promoción de ejecutivos de empresa. Pensaba el otro día yo que algo así deberíamos tener en cuenta en la formación, dirección y animación de nuestras comunidades cristianas. Se me ocurrió precisamente el Viernes Santo y en circunstancias chuscas. Iba yo a la iglesia parroquial a celebrar la liturgia propia del día. Estaba imbuido del sentido del acto. No se trataba de asistir a un entierro, la muerte de Jesús, por muy cruel que fuese, por muy unido que uno esté con É, no es como la muerte de un ser querido. Porque es diferente la muerte del Señor. Preparábamos el himno triunfal “Victoria, tu reinarás…”. Estrenaba yo una estola roja, de procedencia copta… Pues bien, a pocos metros de la puerta de la iglesia, dos señoras que conducían y ocupaban un buen coche, me dicen: ¿verdad que Ud es el párroco? Sí, les contesté. Oiga – continuaron- ¿por aquí hay esparragueras? Hice un esfuerzo y pude contenerme. Con corrección, les dije que no me ocupaba en estas cosas… . Se fueron tan tranquilas. Hubiera querido gritar: ¿pero no se han enterado que hoy es Viernes Santo y que el Señor ha muerto por nosotros? ¿Si Ustedes saben lo que es un párroco, como han dado a entender y si saben que día es hoy, cómo vamos a ocuparnos en estas frivolidades?.

Vuelvo al inicio. Muchos padres cristianos, se sienten angustiados por los peligros que acosan a sus hijos y además no quieren que pasen por las dificultades y penas que ellos pasaron. De aquí que se preocupen de escoger bien los colegios, que les proporcionen clases adicionales de lenguas, bailes de salón y deportes competitivos. Todo para que no les salgan drogadictos o terroristas. No hay domingo que puedan disfrutar de convivencia familiar, pues, uno tiene partido de básquet y el otro de tenis. Y hay que llevarlos, quedarse esperando que acaben, y volverlos a casa, de inmediato cenar y dormir, que el lunes deben levantarse temprano. Por el camino, ni han hablado, ni mirado el paisaje, absortos como estaban con su juego electrónico o su MP3. La jornada de un domingo, para algunos padres, es cambiar la oficina por la ocupación de taxista.

Tal vez por herencia espiritual o por sinceras convicciones, sintiéndose cristianos, les acompañarán a misa. Si hay reproche, les dirán que cuando lleguen a la mayoría de edad, decidirán por su cuenta, pero ahora debe ajustarse a las normas familiares. El correspondiente sacerdote, si algún trato personal tiene, será con los progenitores, tal vez conocidos de hace tiempo. A los chiquillos, si algo les dice, es en función de que son hijos de sus padres, ningún interés personal, son niños y algo más les cansaría y dirían que este cura se enrolla más que una persiana.

Estos padres se sentirán satisfechos de haber educado trasmitiendo convicciones y practicas religiosas. Sí, muy correcto, pero les falta “inteligencia emocional”. Se extrañarán más tarde de que han dejado de ir a misa, de que en sus decisiones, llámese de pareja o de botellón, para nada cuentan los criterios cristianos. Ahora bien lo que no habrán olvidado es ir a esquiar, organizar fiestas o adquirir el último cacharrito electrónico que aparezca en el mercado. Es lo que les trasmitieron con inteligencia emocional. Pero para dirigirse felizmente a la Eternidad no son precisos equipos ni medallas deportivas.