Secretismo

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja    

 

Se culpa a la clerecía de ocultar delitos, como si fuera un fenómeno actual o especifico de un estamento. La cosa desgraciadamente fue y es general, y viene de lejos. Comentarios del tipo: ¿sabes lo que le pasó a aquella? ¡Ay! Ya te lo cuento, pero no se lo digas a nadie… Todos lo sabían, pero secretamente. Y la vida seguía como si nada. O, sencillamente, se acudía a un modesto escarmiento público. Recuerdo que en la fuente de cierto pueblo donde yo ejercía, la madre de una chiquilla que alguien había ofendido, se presentó a la hora más concurrida y cuando el interfecto estaba haciendo cola, le dio unos cuantos sopapos al chico ante la gente y ante su hija víctima. Todo el pueblo se enteró, eso sí, en secreto. Y el abusador no hizo ningún otro intento.
El secretismo que realmente lo es, se convierte en una triste práctica, cosa que, como decía antes, viene de antiguo. Digo triste y añado dañina e inútil, porque, como dijo el Señor: no hay nada oculto que no se sepa (Mt 10,26). Quien tiene algún poder, de mandar o prohibir, gusta rodearse de un staff de íntimos, con los que comenta y decide en secreto. Los demás, de su misma categoría, diferentes solamente en que no han sido escogidos, se sienten marginados y humillados. Mucho de esto hay en la “viña-del-señor” que mucho daño hace o que, por lo menos disminuye la eficacia de la acción evangelizadora de la Iglesia, que, a fin de cuentas, con cargos o sin cargos, con títulos, nombramientos o distinciones, o sin ellos, su misión común es proclamar la Buena Noticia.

Decía el otro día que debía darse a conocer el mensaje evangélico y la Iglesia dar notoriedad a su más genuina riqueza. Que yo sepa, ni los contemplativos: monasterios o abadías, ni los asilos, orfanatorios u hospitales, de auténtica utilidad y al servicio real de los pobres, han modificado su comportamiento, con motivo de la publicidad que se ha dado a ciertas malas conductas. ¿Peligrará la Fe de un cartujo, si llega a enterarse de lo que insisten, día sí y día también, en publicar los medios, sobre la pederastia de algunos, pocos, miembros de la clerecía? ¿Dudará de su vocación, o huirá de su clausura, la carmelita o clarisa, que pueda oír hablar de estos temas? ¿Abandonará su desierto el eremita? Estoy convencido de que, unos y otras, si se enteran, se afianzarán más en sus propósitos intercesores. La grandeza de la Santa Iglesia madre nuestra, reside más concentrada y condensada (es un símil) en estos anónimos miembros que rezan día y noche, sin saber exactamente por quien lo hacen o quien lo necesita más y siendo conscientes de que ni siquiera se enterarán de si sus oraciones tienen éxito.

Si se quiere informar sobre la Iglesia con ecuanimidad ¿Por qué no se da publicidad de la persecución, con riesgo real de muerte, que sufren los cristianos en bastantes lugares de la tierra? ¿Es que los que se entregan a servir a los necesitados, mediante Caritas, asilos, cottolengos, visitas a cárceles, no son Iglesia? Y añádase que, pese a ser bastante ignorados, los mártires existen hoy en día, mueren misioneros blancos en tierra de negros y negros, mayores y jóvenes, en sus tierras y en tierras de gente de otro color. Confieso que siento más emoción y gozo cuando tengo la ocasión de encontrarme con cristianos de estos, que cuando me presentan y saludo a un cardenal, por muy sucesor que sea, y yo se lo reconozco, de los Apóstoles.