San Bartolomeo

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja    

 

La mayor parte de nosotros va a Roma con motivo de alguna celebración eclesial. Esta, generalmente, no ocupa toda la jornada. Tal vez conozca uno las basílicas mayores y el museo vaticano y, ante la ingente cantidad de lugares interesantes para la historia de la Iglesia, que nunca podremos llegar a visitar, decida desplazarse por la ciudad con espíritu provinciano, de pequeño burgués. Que si un barrio típico, que si la Fontana de Trevi o la Vía Véneto, o que si unos grandes almacenes, para proveerse de lo que uno cree no puede encontrar en su lugar de residencia. Así, un poco, o un mucho, tontamente, transcurre la jornada. Confieso que conozco esos monumentos o calles típicas, que he ido a la Plaza España o al Eur, para referirme a lugares interesantes de la que no es “Roma romana”. Pienso en Pedro y Pablo que caminaron por aquella urbe que desconocía totalmente el Evangelio y que tuvieron el coraje de afrontar. Era tan pagana como los establecimientos más chic de la Vía Veneto. En Roma uno se encuentra bien y puede con facilidad perder el tiempo. Pero si imagina uno entonces encontrarse a cualquiera de los mártires que valientemente testimoniaron su Fe, cambia de actitud. Roma, con el Foro y el Ara Pacis, la cárcel Mamertina y las catacumbas, merece recorrerla apasionadamente.

Esta vez lo tenía decidido desde hace tiempo: en la primera ocasión que tuviera visitaría, en la isla Tiberina, la basílica de San Bartolomeo. Y lo cumplí.
Una de las genialidades del hoy controvertido, y por mí admirado, Papa Juan-Pablo II, fue la celebración del jubileo de los mártires del Siglo XX. Supe más tarde, que se habían recogido una buena parte de los testimonios de aquel acto y habían sido depositados en la basílica mencionada, bajo la responsabilidad de la Comunidad de San Egidio.

Lo he contado en otras ocasiones, Mons. Helder Cámara me dijo un día: no pierdas la Esperanza, la Iglesia de hoy tiene más mártires que la de los primeros tiempos, la de las persecuciones romanas. Estas palabras me han sido siempre buen acicate para mí.

Todos sabemos la complejidad y los costes de un proceso de canonización. Está regulado con detalle y reservado a la correspondiente congregación romana y es lento de sí. Que el dinero acelere las maniobras burocráticas, nadie lo duda. De aquí que quien muere y ha llevado una vida cristiana. Si un grupo numeroso y potentado urge, se consigue con más rapidez el reconocimiento. ¿Qué supone la declaración de santidad? Sin duda alguna la satisfacción de los que han seguido a la persona inscrita, o son del organismo por el fundado. Pero hay algo más para el cristiano de a pie, el que a una persona por él admirada se le reconozca que su vida ha sido ejemplar, le proporciona coraje y aumenta su aprecio por la Iglesia.

Vuelvo a repetirlo, durante el Jubileo del 2000, en la ciudad de Roma, en un solemne acto, se reconoció y honró la memoria de personas de vida ejemplar, sin que supusiera para sus familiares o admiradores, gasto alguno. Custodia sus recuerdos y objetos simbólicos pertenecientes a algunas de ellas un lugar eminente, la mencionada basílica de San Bartolomeo. ¿no es, en cierta manera, un subterfugio, una manera sencilla, barata, pero oficial, de aceptar públicamente la santidad de estos héroes contemporáneos? Añádase, que no se ha limitado el homenaje a miembros reconocidos de la Iglesia Católica, hay símbolos de algún pastor protestante, detalle muy significativo y cuyo gesto tiene el precedente en la homilía de Pablo VI, con motivo de la canonización de los mártires de Uganda. Entonces mencionó, reconociendo, el martirio de compañeros pertenecientes a la Comunidad Anglicana.

Con todos estos presupuestos, pese al calor que achicharraba en Roma y con los pies llagados a causa de un calzado inadecuado, acompañado del buen compañero Mn Josep Casals, tan interesado como yo en estos y otros menesteres, nos trasladamos al lugar y disfrutamos de lo lindo con la visita. Me emocionó ver en la lista a uno nacido en territorio de Taradell, parroquia de Santa Eugenia de Berga, mi primer lugar de ministerio sacerdotal.

Sinceramente, debo añadir que al interior del recinto le falta encanto, que los objetos, símbolo y recuerdo de los mártires, están puestos con poca gracia. Que la entidad que lo protege parece que no le interesen demasiado las visitas, ni siquiera se dignaron contestar mi e-mail que les preguntaba el horario de apertura y cierre de la iglesia.

Domina la estancia el icono de los mártires del siglo XX, que no es un prodigio de hermosura, pero sí muy digno de verlo con atención y reverencia. No se trata de personas vestidas a la antigua usanza, ni de que tengan una palma en la mano. Alguno tiene ante sí el pelotón de ejecución, pertrechado de los correspondientes fusiles, por citar un caso. Es obvio que Mons. Romero ocupa lugar preferente en el heterogéneo conjunto.
Los pies no me dolían cuando me fui, me sentía espiritualmente muy satisfecho. Salí convencido de que algo nuevo se iniciaba en el terreno del que he hablado, aunque tal vez falte tiempo para ser reconocido. Muchos otros, de entre mis compañeros, se lo perdieron, peor para ellos.