Solemnidad de la Natividad de San Juan Bautista

San Lucas 1, 57-66.80: Juan el Bautista

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

De los santos, celebramos su natalicio al Cielo, su tránsito de la tierra, es decir, su muerte. De este de hoy, no. Como a algún otro, le dedicamos a Juan dos días. Nos toca hoy recordar con reverencia su prodigioso nacimiento.

En primer lugar considerad, mis queridos jóvenes lectores, la situación familiar en la que le tocó nacer a Juan, es decir, imaginad como deberían ser sus padres, ambos ya ancianos. El progenitor, para colmo, era sacerdote del Templo de Jerusalén. Si alguien dijo que los varones somos cerebros con patas, algo más esperpéntico se debería esperar de un tal engendro. Un buen franciscano del lugar, poco a poco, ha ido haciendo una fornida estatua, que representa al tal Zacarías. La ha hecho con cemento, semeja piedra dura, carente de elegancia, así debía ser él. La descripción que nos hace el evangelio de Lucas, de cómo recibió este esposo el anuncio de que, a sus vejeces, iba a tener un hijo, denota que el buen hombre, sufrió un ataque histérico, con la consecuencia patológica de mudez total (para que me entendáis: no se convirtió en sordomudo, le pasó lo que les ocurre a algunos: que un accidente vascular cerebral, les deja sin posibilidad de hablar, continuando sin embargo con el oído presto, lo que les produce un gran pesar). La esposa había dejado muy atrás su etapa fértil, estaba en fase avanzada de post menopausia, le llamarían hoy. En una tal situación biológica, empieza el embarazo. ¿quién podía esperar que naciera un hijo normal? Con seguridad que, si esto pasara en la actualidad, le prepararían de antemano a la criatura, un buen equipo de psicólogos, para enderezar anómalas desviaciones. Hoy todo se quiere solucionar con estos respetables profesionales, ignorando que los camino de la santidad, en ocasiones, siguen sendas inesperadas, accidentadas, imprevisibles. El chiquillo, sin duda, resultó original, no se puede negar que fue un hueso dislocado, en aquella sociedad israelita, jerarquizada.

El evangelio no dice donde vivían los padres, la tradición y la arqueología sí: en Ein-Karen, un pueblecito cercano a Jerusalén, que hoy ha sido absorbido por la capital y al que se llega en vulgar trasporte urbano. También la tradición explica que, a la ilusionada madre, le dio vergüenza que la gente viera que su vientre crecía, aunque por dentro, en su fervoroso corazón, gozara, y por ello, se alejó del centro de la villa. Así que cuando nosotros visitamos el lugar, vamos a una iglesia que nos recuerda la estancia de los esposos, donde también se dio el encuentro con Santa María, del que quedaría solo un aljibe. Por el camino, pasamos por una fuente, a la que sin duda acudirían nuestros protagonistas, ya que no hay otra, y, posteriormente, entramos en la iglesia del nacimiento, donde la correspondiente estrella de mármol lo señala. Nadie exige tal precisión, pero el detalle gusta.

No muy lejos de estos lugares, hay una pequeña y preciosa iglesia. Es un lugar de retiro espiritual, aunque la visiten continuamente católicos, ortodoxos y judíos, pues, junto a ella, brota agua viva. Próximo a este sitio, está la tumba de Isabel, la esposa de Zacarías, la madre de nuestro santo. Es impresionante la sencillez del monumento, como lo fue su personalidad. A los pies de la iglesia, se extiende un paraje solitario. La vegetación no es ni exuberante, ni de gran altura, el paisaje austero. Es el desierto de San Juan, del que se habla al final del evangelio de hoy.

Mis queridos jóvenes lectores, imagino que muchos de vosotros podéis ser de los que están pensando en su futuro, calculando posibilidades de conseguir salidas profesionales que permitan tener buenos sueldos. Proyectáis maneras de realizaros felizmente como personas. Muchos antes de vosotros, han pensado exactamente así y hoy se sienten fracasados. San Juan escogió el desierto, la soledad, la austeridad, la oración. Cosas todas ellas aparentemente inútiles, que no permiten aumentar el producto interior bruto (PBI) de ninguna nación. En vez de ambicionar, Juan, escuchó voces que hablaban a su interior. Ya lo sabéis, un día hubo de marchar a las orillas del Jordán, se hizo famoso, más incluso en vida, que el mismo Jesús. No ganó dinero con sus prédicas, a diferencia de muchos ilustres conferenciantes, que sí que cobran. Aunque hizo escuela en la otra orilla, hubo de emigrar a tierras del interior, a occidente del Jordán, ya que su vida peligraba. Sufrió cárcel. Murió injusta y estúpidamente, por el capricho y odio de una adultera. El historiador Flavio Josefo dice que fue en Maqueronte, una fortaleza no lejana a la famosa Petra, lugar donde nunca he estado. Sus discípulos lo enterraron, según la tradición, en Sebástiye, sitio próximo a la actual Nablus. Allí, en las ruinas de la basílica que en otro tiempo levantaron, he meditado más de una vez en su testimonio, en su valentía, en su ausencia de vanidad, en su carencia de diplomacia y su entrega a un lenguaje radical, claro, justo, verdadero. Aunque, mientras me leéis, no estéis en Samaría, nada os impide reflexionar y decidir seguir sus enseñanzas, estando dispuestos, si es preciso, a jugaros la vida, como él se la jugó.

Han pasado los siglos y aquel que, previsiblemente, debiera haber sido paciente seguro de psiquíatras, reducido por el destino a seguir los pasos de su padre, sacerdote de una clerecía próxima a extinguirse, de flaco talante y temperamento sereno, como quieren ser los buenos profesionales de tales gremios, fue el Precursor, el mayor de entre los nacidos de mujer, como le definió el Maestro. Su grandeza no le vino de la ambición de fama, ni poder. No la adquirió en universidades, gozando de becas. No la heredó de fortunas familiares. Simplemente, fue un hombre siempre fiel a los proyectos de Dios, que aceptó, viviendo con austeridad. ¿Os gusta un proyecto así para vuestra vida?