XIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

San Mateo 11, 25-30: Sabidurùa de los pobres

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

 

Os habrán recomendado, mis queridos jóvenes lectores, que deis firmeza a vuestra Fe con el estudio. Las catequesis a las que tal vez asistís, con motivo de la Confirmación o de  la post confirmación, os proporcionarán nuevos conocimientos, adaptaciones de lo que dice el Evangelio o lo que se define a vuestra realidad de hoy y en vuestro entorno. Yo mismo cada semana trato de daros datos geográficos de los lugares donde Jesús, el Hijo mimado y Unigénito del Padre, vivió y predicó. Quiero con ello que no dudéis nunca de que vivió y que lo hizo en un tiempo y en un país determinado. Creer en el Jesús histórico es una base inicial para aceptarlo como el Hijo de Dios que es, que ni estuvo como tal, aprisionado en la geografía, ni se ciñe a un tiempo concreto. Nosotros podemos gozar de Él sin estar en Tierra Santa hacia los años treinta, en los encuentros íntimos de la Eucaristía. No obstante, podremos entenderle mejor si conocemos aquellos paisajes y el marco histórico en el que se desenvolvió.

Lo dicho hasta aquí es importante, no lo dudo, pero no suficiente y hasta a veces perjudicial. Encontrareis personas adornadas de títulos académicos teológicos y, aun con ello, carentes de Fe. Se trata, en muchos casos, de eruditos, más que sabios. De todos modos, no hay que olvidar que la Fe es un don de Dios.

Si recordáis el evangelio de la misa de hace quince días, os acordareis que el Señor, cuando despidió en misión apostólica, con estilo aventurero y ánimo esperanzado, a los discípulos, no les recomendó que asistieran a cursillos y conferencias. Les describió una manera de vivir y de actuar, les propuso un estilo de vida. Os decía entonces, que el capítulo diez de San Mateo era un programa de vida joven fabuloso.

El caso es que se fueron los discípulos por tierras galileas y el Señor continuó predicando. Sus palabras entonces fueron duras, las broncas a las ciudades que continuaron indiferentes a sus avisos, tajantes y de condena. Y volvieron los apóstoles y ,en vez de pedirles que le enseñasen sus diplomas y le hablasen de sus éxitos, hace un elogio sublime de los pobres. Sereno y prudente el Señor, resulta muchas veces sorprendente. Vuelven ellos de un viaje de iniciación misionera y pone Él el acento en los sencillos que encuentran a su lado.

Y es que, como os decía, los poderosos y entendidos son muchas veces ignorantes de  cosas fundamentales. Como se dice vulgarmente: hay gente tan pobre, tan pobre, que no tienen más que dinero.

Os confieso con sinceridad, en circunstancias clave de mi vida, en momentos en que no sabía como debía encaminarme, en aquellos en que la iluminación divina era imprescindible para continuar con cierta seguridad, quien me ha iluminado, han sido personas sencillas y humildes. Quisiera aclarar un poco esto último. Hay gente pobre que ha caído en la indigencia por su mal obrar y viven resentidos y amargados. Hay gente que dice que defiende a los pobres y en realidad esta aprovechándose de ellos, puesto que con sus artimañas alcanza notoria fama. Ni a unos ni a otros escuchéis, mis queridos jóvenes lectores. A quien debéis oír es a aquellos que por circunstancias adversas, sean familiares o inesperadas, vive sin lujos, sin confort, sin satisfacciones sociales. Sin ambicionar ni soñar riquezas. Os voy a poner algún  ejemplo. A mis alumnos jóvenes, les he acompañado a museos donde se mostraba la obra cultural de la Iglesia, a catedrales para que vieran el esplendor del culto cristiano, herencia de siglos de cultura. Ahora bien, les he llevado a conventos de clausura, donde les ha tocado verse con monjas de clausura, a través de una molesta reja, pues bien, lo que les ha impresionado, de lo que han hablado más posteriormente, ha sido de aquellas viejecitas que a ellos, jóvenes inquietos, les han contado con simpatía y confianza detalles de su vida en el convento, de sus costumbres, hasta de su manera ingenua de divertirse. Durante muchos años serví a una comunidad religiosa donde una monja, cocinera de ocupación, que nunca fue a ninguna escuela y que viajó poquísimo, era la delicia de los que me visitaban a mí, pues procuraba yo que quien pasara por mi casa, fuese, con cualquier excusa, a la cocina, para que se la encontrase y la tratase. Eran universitarios algunos, trabajadores otros, ex delincuentes hasta prófugos políticos, hombres o mujeres. Su sencillo trato causaba no solo la satisfacción de su simpatía y amabilidad, sino que todos captaban que en su interior se refugiaba el Señor. Tal vez no creían en Dios, pero sí en el Dios de la Hna Elena, me decían. Hora soy yo el que digo: Te doy gracias, Señor, porque has escondido muchas de tus cosas a superioras, doctoras y ejecutivas, y nos las has enseñado mediante hermanas legas.

Si esto ha sido experiencia referida a los demás, entre tantas de las que me ha favorecido el Señor, recuerdo siempre un encuentro casual, en el corazón de los Alpes, con un Cartujo de la de Burgos. El Hno Juan, así se llamaba, me confió convencimientos que él tenía en su vida eremítica y monástica en la que servía y que a mí, aun habiendo pasado muchos años, todavía me aprovechan. Achacoso por la edad y ya sin ninguna potestad eclesial, me encontré un día cenando con el obispo H. Camera. En una mezcla de portugués, italiano y castellano, me dirigió palabras que, todavía ahora que os escribo, me llenan de coraje, para que en esta Iglesia, cuyo entorno personal me resulta muy incómodo, no pierda la esperanza.
A las palabras del evangelio de hoy, se las ha llamado el Magníficat de Jesucristo. Bajo este prisma, si disponéis de tiempo, leed paralelamente los dos textos. Os aseguro que saldréis henchidos de satisfactorio gozo.