XVII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

San Mateo 13, 44- 52: Sabiduría en forma semítica

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

Para nuestra mentalidad, mis queridos jóvenes lectores, el comportamiento del rey Salomón no fue ejemplar. Sus devaneos con muchas mujeres y su gobernar teñido de tiranía, amén de episodios como la visita de la Reina de Saba y otras historias, nos cuesta admitirlos. Claro que hay que ser sinceros. Nosotros no damos importancia a tantos gastos inútiles como hacemos, pese a que redundan en la pobreza de otras gentes. Olvidamos la plegaría, que es un ejercicio espiritual que centra la vida humana. Poseemos muchas cosas en propiedad y las tiramos cuando no caben en casa o por el simple hecho de haber pasado de moda, pese a saber que idénticos colchones que abandonamos, vemos como en otros lugares los desplazan a grandes distancias, para tener un sitio donde descansar. Nuestro juicio es radical cuando lo es respecto de los otros y cuando se trata de nosotros mismos, ni siquiera nos detenemos un momento a analizar nuestras costumbres. Pues bien, Salomón era un hombre que en muchos terrenos reconocía sus limitaciones y allí donde sus capacidades no llegaban, sabía solicitar la ayuda de Dios. ¿Qué jefe de estado o de gobierno de los nuestros sería capaz de pedir a Dios sabiduría y no poder? ¿Visión de organización y no dominio militar? El libro de la Sabiduría, en el inicio del capítulo nueve, nos recoge la que pudo ser la oración que elevó el Emperador a Dios. Os recomiendo que la busquéis y en alguna ocasión, vosotros también la recéis.

La sabiduría que pretende trasmitirnos el Señor no es conceptual, Él se sirve de parábolas. Ocurre a veces que lo que se acomodaba a aquellos tiempos, no es apto para los nuestros. Me estoy refiriendo a los ejemplos que pone, no a la doctrina que desea trasmitir.

Empieza el evangelio de hoy con el buscador de tesoros. Hoy en día, si alguien encuentra uno, sabe que tiene que dar cuenta al correspondiente departamento gobernativo de antigüedades y un comportamiento como el de la parábola, no sería admisible. Se me ocurre pensar que tal vez el Señor diría: ser espabilado, servidor del Reino de los Cielos, es como aquel hombre de negocios que descubrió que había un pueblo donde no existía ningún centro de trasportes. Cada uno debía llevar por su cuenta sus manipulados a los mercados, suponiendo esto, gastos innecesarios. Aquel municipio que visitaba, crecía mucho y era en aquel momento la gran ocasión para instalarse. El negociante consiguió préstamos, hipotecando para ello hasta los muebles de su abuela. Compró camiones, supo establecer vínculos comerciales con el exterior y llegó a poseer una gran fortuna. Dicen que la ocasión la pintan calva y él no la dejó pasar.

A la gente que escuchaba a Jesús le eran bastante desconocidas las perlas. Ellos sabían lo que eran los metales finos y el marfil. Tendrían noticias de que en algunos mares podían encontrarse perlas, pero no era un adorno común que acompañase al ajuar femenino, ni a otros menesteres. Pienso yo que vosotros, mis queridos jóvenes lectores, ignoráis el precio que tienen estas joyas, el valor que se da a las diferentes tonalidades, tamaños e irisaciones de su superficie. Se me ocurre que el Señor lo contaría así: un jubilado, aprendiz de coleccionista de arte, recorría todos los mercadillos que se celebraban por sus pagos. Descubrió un día en un tenderete, una figura que parecía de vulgar yeso, pero que al observarla con detenimiento vio que bajo la burda capa superficial, se escondía una talla de buena madera, bien conservada, y elegante diseño, que, por sus formas, era de un estilo que se apreciaba mucho. Se fue a casa y vendió el ciclomotor y las cámaras fotográficas. Vació el almacén de un stock de productos de limpieza y una partida de pinturas de importación. Cuando consiguió el suficiente dinero, haciéndose el tonto, se dio una vuelta por el mercadillo y aun fue capaz de regatear al mercader, ignorante del valor de aquel objeto que había encontrado en un derribo.

Se parece el buen miembro del Reino, continuaría el Señor, a un emigrante que llegó de tierras lejanas y, los del pueblo en el que se asentó, le trajeron muchas cosas para que pudiera subsistir. Algunas le eran superfluas, ¿para qué le iba a servir a él unas raquetas de tenis, o unas faldas con volantes? Pero él lo aceptaba todo y en su casucha lo clasificaba pacientemente. Alguna cosa sí que llegó a tirarla, otras las dio a ciertos compañeros y con las más, pudo defenderse del frío y aprovisionar de enseres su cocina.

Ya lo veis, mis queridos jóvenes lectores, las enseñanzas del Señor, os exigen que seáis espabilados, que aprovechéis las ocasiones propicias, que no seáis indiferentes y queráis pasar de todo. Francisco el de Asís, por ejemplo, se sirvió de las ruinas de una diminuta iglesia, que los monjes del lugar ni necesitaban, ni utilizaban. Reconstruyendo paredes de la Porciúncula, se inició aquella gran aventura que trasformó la Iglesia y de cuyas consecuencias todavía hoy gozamos. Ignacio, el de Loyola, se resguardó en un abrigo natural de un declive, frente a la montaña de Montserrat, para meditar y decidir los rumbos que debía dar a su vida. Jerónimo, aprovecho una gruta de Belén, para guarecerse de la intemperie y dedicarse a la gran obra de la traducción latina de la Biblia, ¡de tantas vidas sencillas se han servido hombres astutos en el campo espiritual para apartando riquezas y comodidades, y desechándolas, sacar un buen provecho!

Ante este panorama de posibilidades ¿por cual se ha de decidir cada uno de vosotros? Lo que es evidente es que Dios no quiere que vivamos sin dar sentido a nuestra vida. No es preciso que vengan a casa. Somos nosotros mismos los que debemos salir a prestar servicio, a iluminar la vida que se apaga, la salud que está en declive.

Interesaos por muchas cosas. Enriqueceos con cualquier objeto o enseñanza que permita aumentar vuestra fortuna espiritual. Uno puede ser modestamente rico, sin que ello suponga que alguien por su culpa sea masacrado o viva en miseria.