XVIII Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

San Mateo 14, 13-21: Jesús, el hombre servicial

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

La gran y auténtica humanidad del Señor era sensible al dolor y a cualquier clase de mal. Jesús temía a la muerte. Otra cosa es que iluminándola con su divinidad supiera aceptarla y llegara el día en que hasta fuera capaz de ofrecerla, pero no era este el momento. Ocurría que su compañero de proyectos mesiánicos futuros, Juan el Bautista, el famoso personaje que conmocionaba a las turbas y al que temían los poderosos, fue ejecutado en la fortaleza de Maqueronte por el pérfido rey Herodes. Se veía venir el triste fin. Un poderoso no admite denuncias y menos si vienen de un triste ciudadano de vida algo, o mucho, estrambótica y de testimonio radical que certificaba la autenticidad de su discurso. No era la hora del Señor y se alejó discretamente. Su obrar obedecía a la justa prudencia. Uno puede apartarse de turbas enfervorecidas en un concierto, o huir de manifestaciones, o escaparse de mercados populares concurridos, pero, a cualquier lugar que vaya encontrará gente necesitada, pobre, enferma, triste. Y el maestro no escurrió el bulto. No había llegado su hora, pero la de hacer el bien, siempre lo era. Curo a enfermos.

  Pero llegó el momento que las necesidades no eran de gente concreta. Era la misma multitud que se había ido congregando para escuchar su palabra, la que estaba hambrienta. Su vida, la vida del Maestro, peligraba. No obstante, no iba a escurrir el bulto. Pero esta vez quiso solicitar colaboración. Ante la magnitud de la necesidad, era preciso disponer de una gran cantidad de alimentos, que allí evidentemente no había. Resultó suficiente la colaboración de alguien, otro evangelista nos dice que era un muchacho, que ofreciera generosamente lo poco que tenía. Disponía en su zurrón de pan, nada extraño, ni aun ahora que alguien tenga. Tenía también pescado, cosa fácil de comprender si sabemos que a poca distancia había una población: Migdal o Mágdala, (cuna de la buena María, que todavía no se había incorporado a la “tropa”).

Pues bien en esta ciudad existía una industria de salazón de pescado, cuyos productos llegaban hasta la misma Roma. Imaginaos, pues, que los dos peces eran dos bacalaos secos, o dos arenques saladas o salmón ahumado. Son productos que conoceréis y que os los cito para que no creáis que el chico llevaba consigo pescado fresco, (que en el lugar por su habitual elevada temperatura deja pronto de serlo). Se trataba de un chico generoso. Su gesto pequeño, de todos modos le costaría lo suyo darlo, dio pie a la gran generosidad del Señor. Una gran multitud se sació y hasta hubo sobras.

Os recuerdo, mis queridos jóvenes amigos, el dicho que pronunciado en presencia del Maestro es mucho más cierto todavía: nunca se sabe el bien que se hace, cuando se hace el bien.

  A la luz de estas enseñanzas comprenderemos la razón que tienen las aseveraciones que trasmite San Pablo a los romanos. Cuando uno ha experimentado la bondad de Dios se siente con fuerzas para apartarse de todas las malas sugerencias. Llega a tanto su convencimiento que dice que ni los ángeles serían capaces de apartarle del camino escogido. Y uno piensa ¿no es una temeridad creerse superior a seres desconocidos y ciertamente poderosos? Pues no. Pueden ser potentes, pero la capacidad que da la Gracia siempre podrá vencer a todo enemigo creado.