XIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

San Mateo 14, 22-33: Encuentros

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

Os lo he dicho en otras ocasiones, mis queridos jóvenes lectores, el Sinaí es una península donde surgen miles de feroces montañas, asentadas en serenas extensiones de suave arena. Algunos de los picos se distinguen, o somos nosotros los que los diferenciamos de entre los demás. Los creyentes judíos, cristianos y musulmanes, sentimos un especial aprecio por una que recibe el nombre de Gbel Mussa, montaña de Moisés. Subir a ella supone algo más de dos horas. Antes de culminar la religiosa ascensión, en un pequeño replano, alrededor de un impresionante ciprés y de una zarza, recordamos el episodio que nos cuenta la primera lectura de la misa de hoy.

Venía exhausto el profeta Elías. En el norte, en el extremo oriental de la pequeña sierra que forma el Carmelo, en un singular torneo religioso, había salido victorioso de una singular disputa contra los sacerdotes de Baal. Había triunfado él, pero con ello se había ganado las iras de la perversa reina Jezabel y hubo de huir. Al inicio del desierto se sintió acabado. El Señor tuvo misericordia de Él, pero le exigió que continuara su camino. Llegó por fin al lugar y Dios quiso mantener un encuentro. Quiso darse a conocer. ¿era necesaria tanta maniobra, tanto cansancio y tanta pena? ¿no podía haber escogido un lugar más cercano?. Los proyectos de los enamorados son enigmáticos a veces. No hay que olvidarlo nunca.
El profeta reposó y esperó. En el desierto no se puede tener prisa. Llegó el momento. Se le indicó que saliera de donde había buscado refugio. Hay que advertir que si bien durante el día pica el sol allí como en pocos lugares de la tierra, por la noche hace frío. Os lo digo por experiencia, pasé una noche haciendo vivac en esta plataforma, vestido con mi anorak y enfundado en un saco de dormir y no me sobró ropa. Seguramente que el encuentro ocurriría al amanecer, evaporado el rocío y cuando la luz rojiza del este se mezcla con la azul que tiñe el poniente. Es un espectáculo inolvidable.

Sopló un fuerte viento, intenso, de esos que levantan nubes de arena que pulen las aristas de las rocas, sin que uno lo aprecie. En clase a este fenómeno le llaman erosión eólica. Pese a su potencia, a Elías se le comunicó que aquella corriente no envolvía a Dios. Se sintió un ensordecedor ruido, surgido de las entrañas de la tierra. Aquel terremoto le impresionó. Pero de las grietas que se formaron al romperse los bloques, no surgió el Señor. Los cambios bruscos de temperatura, y la extrema diferencia de cargas eléctricas que se forman, hacen de la atmosfera respecto de la superficie de la tierra una enorme botella de Leyde, donde, en consecuencia, saltan rayos que incendian árboles. En el fuego aquel, no estaba tampoco Dios. Elías estaba intrigado, su cansancio no le permitiría sufrir ansiedad neurótica. Sin a penas notar cuando empezaba, sintió una suave brisa. La emoción le embargo: tenía en su presencia al Señor. Era preciso adorarlo. ¿qué mejor tributo que cubrir su rostro, sintiéndolo emocionalmente en la interioridad de su corazón?. Aquel que aspira a encuentros divinos, debe irse al desierto, a cualquier desierto, hasta en las grandes ciudades puede uno encontrarlo. Debe estar en silencio. En silencio sensorial, que sus oídos nada escuchen, y en silencio interior, en relajación espiritual. Y esperar. Dios no tiene prisa. Dios habla suavemente. Es como la caricia que se regala al ser amado.

Jesús había pasado por aquel baño de multitud que siguió a la multiplicación de los panes y peces. Era preciso un encuentro profundo con su Padre, del que nunca estaba separado. Despidió a los amigos y se sumergió en la oración. Por la noche fue al encuentro con los que todavía remaban. Sintieron miedo al verle. Sonrió el Maestro y cariñosamente invitó a Pedro a que se le acercase. Volaba, más que caminaba, sobre las aguas. Inexplicablemente sintió miedo. Sí, el miedo de Adán y Eva, después que el fracaso les hiciera darse cuenta de que estaban indefensos en su desnudez, Pedro sintió en las entrañas la gravedad de su cuerpo y la liviandad del agua. Dejó de flotar. Se había olvidado de que puede uno, por deseo divino, situarse por encima de las leyes físicas. Recordad, mis queridos jóvenes lectores, el principio de Arquímedes. La mano que le alargaba Jesús, solucionó el problema. Se ganó una palabra irónica: Pedro, eres muy poca cosa ¿has perdido la confianza en mí? Tal vez fuera esto lo que en aquel momento pretendía enseñarles. Él, era Hijo de Dios.
¿Aprenderemos nosotros esta lección hoy?