XXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

San Mateo 16, 13-20: ¿Quién soy yo?

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

 

Nos encontramos este mismo evangelio el día que celebrábamos la fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo. Con seguridad, en mi comentario, mis queridos jóvenes lectores, repetiré ideas que ya os he dicho anteriormente. El lugar a que se refiere el pasaje está en el norte de Israel, en la actualidad muy próximo a la frontera con el Líbano. Son las estribaciones del anti-Líbano, coronado el horizonte por la cima majestuosa del monte Hermón. Va uno al lugar, subiendo desde la Galilea, por un camino, hoy buena carretera, que pasa cercano a la orilla del Jordán. Poco antes de llegar, encuentra uno a su derecha, unas pequeñas pero espectaculares caratas. Avanza hacia el Norte y deja a su izquierda las ruinas del antiguo santuario cismático de Dan. Seguramente que Jesús con sus apóstoles, pasaron de largo por el lugar, al menos no se interesarían por aquellas piedras, tristes recuerdos de gentes que, siendo del mismo pueblo, habían querido desvincularse de Jerusalén y de su Templo. Probablemente cruzarían algunos, o muchos, de entre los múltiples riachuelos que por allí discurren. Todas las fuentes de los ríos son interesantes. Para un israelita, las del Jordán le son de gran valor. Si desapareciera el río, se secaría el lago Hule, el de Tiberíades o de Galilea y finalmente el mismo mar Muerto. Desaparecería la pesca y se dificultaría el regadío de la cuenca. Llegaría, pues, la ruina a todo el entorno.

Situados ya al final de la excursión, al encontrarse el gran hueco por donde brotaba el agua, las hornacinas talladas en la roca, que albergaban imágenes del dios de los pastores llamado Pan, las múltiples aras, unidas entre sí por escalinatas y la ciudad, ciertamente no grande, pero acabada de edificar y dedicada al Cesar, no dejarían de sentir gran admiración por lo que estaban contemplando. En aquella población, probablemente muchos de sus vecinos pertenecerían a las tropas romanas de ocupación. Los pastores que se acercarían al paraje para sus cultos religiosos, en todo caso, entrarían para proveerse de enseres y vender reses, pieles, lana y manufacturas que con ellas habían ido fabricando en sus monótonas estancias en los prados, custodiando el ganado. Por el tono del texto, debemos suponer que se pararon a charlar a las afueras, bajo algunos de los grandes peñascos. Hemos de pensar que la estancia duraría algunos días. La conversación que nos recuerda el evangelio sería una de las que les quedaría mejor grabada en su memoria.
La montaña, cuando la tempestad no la encrespa, da paz al alma, invita al diálogo y facilita las confidencias. Quien nunca se confía al amigo, es señal de que en su interior no hay nada. El de Jesús estaba repleto de misterio. Pero no daba miedo. Los heleros que se veían por la falda de la montaña, invitarían a comentarios sinceros y distendidos. Abunda la vegetación y puede uno estar tranquilo protegido del sol y el viento.

El Señor pregunta: ¿qué piensan los otros de mí? ¿por quien me tienen? A esta pregunta les resulta a ellos, los apóstoles, fácil contestar. Referirse a ausentes nadie lo teme. Máxime, si los ausentes de referencia ya han fallecido. Te pareces o tal, eres alguno de los famosos profetas de la antigüedad, le decían. Sonreiría Jesús al escucharles. Y vosotros ¿Quién creéis que soy? Responder a esta pregunta era comprometedor. Se hace silencio, se miran entre ellos, callan todos. Quien menos imaginaba uno que pudiera responder, es el que lo hace. Temen que meta la pata. Se miran entre sí. Salta Pedro con una respuesta comprometedora, que no se hubieran ellos atrevido a pronunciar. ¿será el resultado de la audacia de su ignorancia? Se les ocurre pensar. Lo que dice les asombra, temen una reacción brusca del Maestro. No llega. Ni aunque el Señor hubiera tenido entre sus manos el carnet de identidad del que se ha pronunciado, no sería más exacto. Se dirige a él con nombres y apellidos. Le felicita. Es el Mesías esperado por todo el pueblo, se ha atrevido a decirle. No le recrimina, le nombra discípulo predilecto de entre los demás, clave de bóveda de lo que está pensado va a iniciar. Es un honor lo que está escuchando, aunque no le pongan ninguna medalla al merito. Hay que advertir que el Señor precisamente le ha dicho que lo tan bien declarado, no es cosa suya, el merecimiento corresponde al Padre. Han compartido, han acabado conociéndose un poco más entre ellos. Conociendo un poco más al Señor, que es lo importante.

Ahora sabe Él que piensan los suyos. Será preciso tomar precauciones. Les pide prudencia y un cierto secreto.

Volverían a la baja Galilea y tornaría el Señor a predicar por los pueblos y aldeas. Ser depositario de un secreto satisface al principio, mas tarde intriga, finalmente se hace imperiosamente molesto. Pesarían ¿Por qué habló Pedro? ¿qué proyectos tiene el Maestro? ¿cuenta Él con nosotros? Algo o mucho cambió aquel día. No volverían sus relaciones personales a ser las mismas. Quien guarda un secreto madura con firmeza y seriedad.
Aquella reunión les impresionó. Recordaron el lugar. Tal vez nunca volvieron por allí. Pero las palabras que escucharon nunca más las olvidarían.
Mis queridos jóvenes lectores, el episodio sirve para hablar del primado de Pedro en la Iglesia. Resulta útil para afirmarse en los poderes otorgados. Tales reflexiones serían mas bien propias de un cursillo de teología. Pienso que por tratarse de una reflexión de misa, es suficiente que aprendáis a vivir con algunos de entre vuestros conocidos, con vínculos sinceros de amistad. Que saquéis la conclusión de que en la soledad de la montaña, alejados del ajetreo que reina en las ciudades, uno aprende precisamente a ser un buen ciudadano, aplicarse lo descubierto y pensarlo para el futuro, ser mejores cristianos, sin duda.