XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

San Mateo 20, 1-16: Dios es misterio

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

 

Yo sé, mis queridos jóvenes lectores, que aprendéis lenguas extranjeras y deportes de categoría. Que os compran aparatos sofisticados, que ni conocéis como están hechos, ni os importa. Que os dictan normas, aprendéis fórmulas y métodos para resolver problemas y no os interesáis por los intríngulis que encierran las cuestiones que plantean. Os voy a poner un ejemplo. De pequeño yo me hacía radio-galenas. Hasta en una caja de cerillas había metido alguna. Dos o tres artilugios muy sencillos eran suficientes para escuchar la emisora de radio más próxima. Vinieron después los aparatos de válvulas. Miraba yo la lámpara rectificadora, la detectora, la amplificadora y el espectacular altavoz que escupía sonidos. Aparecieron los transistores. Los aparatos dotados de ellos disminuían cada vez más su tamaño. Aumentaba nuestro asombro. (Tal vez otros, desde otros ángulos, se expresarían con otros ejemplos). No hay cosa más sorprendente que la mirada soñadora de un niño, pegada y aplastada su nariz al cristal de una tienda. En aquellos tiempos de rígida separación de chicos y chicas en los colegios, bastaba la pronunciación de un nombre masculino para que una chica sonriera primero y se sonrojara después. Tiempos aquellos con capacidad de asombro admiración, sorpresa y ensueño. Me temo que ahora nada os maraville, y es una pena. Tiempos aquellos pasados, más aptos para aceptar el misterio. Es a lo que iba con esta larga introducción.


Vosotros que recibís el más minúsculo MP3, donde se esconden centenares de melodías que hoy escucháis medio distraídos y mañana sustituís por otras. Que utilizáis una pelota, sin preguntaros como se hizo y que mañana jugáis con otra semejante, sin saber como se logró el cosido. Que vais al cine sin preguntaros como funciona el proyector, sin interesaros como se consigue la potente luz que se proyecta en la pantalla. Vosotros, perdonadme si os ofendo,  vivís prisioneros del consumismo, sin ver las rejas que os limitan. A vosotros os es desconocido el misterio y todo lo imagináis como los objetos que manejáis, sin interesaros por su contenido.


Hay una realidad que no es comercio, estoy seguro que lo aceptáis. Hay un mundo que no es como el que os rodea, nunca lo dudáis. Pero no os importe demasiado. Sufren personas y son sometidos a procesos terapéuticos, quirúrgicos o químicos, y pensáis que si un día os toca, ya os arreglaréis como sea. Deseáis el contacto con personas que os atraen, pero no os preguntáis por su realidad interior. Sabéis como visten, el color de su pelo, las líneas de su cuerpo, tal vez la marca y modelo de su vehículo, pero nada sabéis de su sensibilidad, de sus proyectos de vida, de sus ensueños. Vivís muy próximos, pero os ignoráis. Aceptáis costumbres   sin rechistar.


Sois así, hasta que llega un día que topáis con algo o alguien diferente. Rechazáis aquel, aquello o aquella, que es diferente. Rechazáis y os rebeláis. Nadie os ha dicho que el misterio, como las  radiaciones electromagnéticas, os rodean y no podemos ignorarlas, para bien y para mal.


El Señor, en el evangelio del presente domingo, explica la historieta del empresario que contrata sin seguir las normas habituales. La parábola es tan clara que no es preciso que os la repita. Me temo que, ante el ejemplo, a muchos se os pueda ocurrir: pues si pensaron que era injusta la paga que les dieron a los que curraron todo el día, que acudieran al sindicato o que denunciaran al empresario a los tribunales laborales.


Tal vez el Señor, y no pretendo corregirle, se explicaría así, dirigiéndose a los que ahora,  siendo europeos,  iniciáis el curso escolar. Diría, creo yo: acudieron al aula los matriculados con anticipación. Durante el segundo trimestre, se añadieron a la clase unos alumnos procedentes de otra región. Eran hijos de funcionarios públicos ascendidos de categoría, que debían residir en aquel lugar, fue preciso trasladar la inscripción y poca cosa más. Aunque en su población de origen seguían los mismos programas, al ser los profesores distintos y los libros de texto diferentes, les costaba adaptarse, pero lo lograron. Sumergidos ya en el tercer trimestre, llegaron a la localidad unas familias emigrantes. Hablaban diferente, tenían otras costumbres, eran, eso sí, aplicados, aquellos hijos que se escolarizaban. Acudieron al centro escolar. La directora comprendió que corriendo por las calles perderían un curso y nada ganarían en comportamiento. De inicio les dijo que se incorporaran al centro al día siguiente. Por su cuenta consultó al inspector de zona y se informó en instancias superiores, mientras los chicos, bajo la atenta mirada de los tutores, iban asistiendo a clase. Acabó el curso, llegaron las calificaciones. Las notas de los que se incorporaron a última hora, fueron buenas. Los de la localidad creyeron que las suyas serían excelentes, puesto que habían pasado horas y horas  en los pupitres, sacando páginas y páginas de apuntes y escuchando peroratas aburridas. Pero no fue así. En el libro escolar tenían aprobados, notables, suficientes, etc lo que de acuerdo con los exámenes parciales les correspondía. No había derecho, decían. A esos extranjeros les habían dado las mismas notas que a ellos y pasarían el verano disfrutando igual que ellos. Se quejaron a la Dirección del Instituto. Con muy buen criterio pedagógico, les respondieron: aquellos chicos, en el poco tiempo que habían podido asistir a clase, habían demostrado gran interés por aprender las materias escolares, se habían esforzado en jugar como los demás jugaban, comer los mismos alimentos que a ellos les gustaban y la fruta del tiempo que correspondía. El director, el tutor y el maestro, calificaban más el valor humano, que el académico y, en consecuencia, aquellos alumnos recuperarían lo que nadie hasta entonces les había enseñado, continuarían siendo buenos estudiantes y hombres de provecho el día de mañana. Muy serio el director les dijo: ¿os creéis que yo soy como vosotros, que calculáis las notas que queréis sacar, para que os den el premio que os prometieron vuestros padres?. Pues no, yo y los profesores, pensamos diferente.


Los criterios de Dios son misteriosos, los criterios de Dios están impregnados de bondad, los criterios de Dios ven la interioridad y el porvenir. Los criterios de los hombres, muchas veces, están calados de egoísmo, los criterios de los hombres, son fruto de cálculo, los criterios de los hombres son, frecuentemente, mezquinos.


Y Dios siempre será Dios. Y nunca engaña. Examinaos de asombro, no seáis incoloros, inodoros e insípidos. La capacidad de asombro, prepara para la captación del misterio que se oculta por doquier, y para aceptarlo aun sin entenderlo, pero con confianza. Contemplad el misterio de Dios y amadlo. Vuestra vida será una apasionante aventura, que la viviréis felices.