Nuestra Señora del Pilar.

San Lucas 11, 27-28: Zaragoza

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja   

 

 

Me dice el “dire”, mis queridos jóvenes lectores, que os puedo enviar un mensaje-homilía con motivo de la festividad de la Virgen del Pilar. Hacerlo me ilusiona. Viví a muy pocos metros del santuario zaragozano, en tiempos de la guerra civil española. Peligrábamos todos. Mi padre marchaba al trabajo y se despedía de la familia, tal vez para siempre. Nos quedábamos rezando.Aquella época y aquel piso, fueron mi primera escuela de oración. Escuela familiar, gracias a Dios. Inicié mi vida consciente, sumergido en la plegaria. Fueron tiempos malos: el miedo, el hambre y el desconcierto, nos invadían. La basílica tan próxima, era lugar de referencia para una plegaria más solemne. El Pilar, pues, nunca me deja indiferente.


La imagen, pese a las apariencias, es pequeñita y bella, tan pequeñita, que el adorno de un manto multiplica por mucho su tamaño. Dicen que tiene tantos mantos como días tiene el año, yo creo que algunos más. Me han contado que la imagen recibe los honores militares de un Capitán General con mando en plaza. Cuentan también, que el apóstol Santiago estaba a la orilla del Ebro, que pasa al lado, predicando, sin conseguir ningún resultado a su celo evangelizador. Un día la misma Virgen, todavía vecina de tierras medio-orientales, vino a visitarle. Le dio ánimos y le dejó el recuerdo simbólico de una columna. Según cuentan, es la que besamos los adultos. A los niños nos llevaban a besar el manto, obligándonos a tornar después de haberlo hecho, caminando hacía atrás. Me cuentan que yo me negaba a volver a los brazos de mis padres, andando de tal ristre. Me alegro, ni de pequeño, ni de viejo, deseo retroceder, me gusta caminar siempre hacia delante y progresar dando la cara.


Estas cosas a vosotros, mis queridos jóvenes lectores, os interesarán muy poco, así que acabo estas reflexiones y me propongo que mañana, que visitaré el santuario, a los pies de la imagen, redactaré para vosotros, el mensaje-homilía.
Cuelgan banderas de países latino americanos. Me detengo a mirar las de las naciones donde vive gente amiga. Por ellos dirijo una plegaria desde lo más íntimo de mi corazón.


Recuerdo ahora las leyendas y tradiciones que rodean este santuario. No tendrán valor arqueológico, pero son reales. Cuando me inicié en el bachillerato nos decían con sorna: historia, es la sucesión de sucesos, sucedidos sucesivamente… Lo que nos cuentan, el himno que he cantado antes de iniciar la misa, son sucesos que hablan de fidelidad. Ocurrió físicamente o no, importa poco. Como este mensaje que redacto, que en otros tiempos se hubiera escrito en pergamino, más tarde en papel y encerrado en un sobre con franqueo, hoy lo tecleo y marchará hacia vosotros por la fantasmagórica Internet. Nadie dudará que, pese a ello, es real.


Cerca de la imagen, próximo a la columna simbólica, uno se siente embargado de oración, y es lo que cuenta, lo real, lo perenne, lo que atravesará la barrera del tiempo, invadiendo la eternidad.


Me encuentro aquí leyendo el texto del evangelio. Se relata un encuentro. Con la imaginación me traslado a la baja Galilea. María y los suyos, quieren verlo, saludarlo, compartir. Se lo dicen al Maestro. Madre y familia es todo aquel que escucha la Palabra de Dios y la cumple, responde Él. Todos quedan pasmados, menos Ella. Lo que ha escuchado la trasporta a aquel encuentro trascendente de Nazaret, de ello hace unos cuarenta años, pero es como si hubiera ocurrido hace unos instantes. Lo ha guardado en su interior, completamente vivo, regado y alimentado, meditándolo en su corazón.


No ha habido palabras para Ella, ha sido suficiente que se cruzaran sus miradas, se han comprendido. Los demás creen que ha sido un desaire. Están ausentes de la realidad profunda. Hasta habían creído, algunas veces, lo que por Nazaret se rumoreaba, decían y habían pensado, que no estaba en su sano juicio. Aquella gente que rodeaba al Señor, pensaba otra cosa de Él. Cambiaron ellos, los vecinos y familiares de Nazaret, de opinión. Interiormente se sintieron satisfechos. Su convecino, su pariente, era un maestro escuchado con entusiasmo. Y se fueron contentos de que siguiera predicando, con más éxito del que tuvo cuando aquel sábado visitó su sinagoga.


Se alejan, el Señor sabe que dentro de no mucho tendrán otro encuentro. Le ilusiona y lo teme. Será en Jerusalén, en el Calvario. Su Madre, que escuchó la Palabra del Padre, no la ha olvidado y acudirá a hacerle compañía, a unirse a su dolor.
Vivimos de triunfos y trofeos. De títulos académicos y galardones deportivos. Jesús, en cambio, proclama que son felices los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen. Conseguirlo no exige equipos técnicos, no necesita cualidades, estaturas, ni alimentaciones especiales, es cuestión de voluntad, es cuestión de Gracia, a todos facilitada. Las medallas se disolverán (entropía al canto), los Títulos se desmenuzarán y ni a polvo llegarán a convertirse. El dinero perderá todo su valor. La fidelidad a Dios, por muchas crisis antropológicas (¡anda! Como suena de elegante lo que son temporadas malas que todo quisque padece) nunca perderá su valor eterno.


No soy amigo de devociones particulares. Aprecio tanto esta imagen del Pilar como la del Carmen, la de Montserrat o la de Sieteiglesias, para poner algunos ejemplos muy queridos. Son como las fotografías que de mis padres puedo tener, todas ellas de ellos mismos, diferentes en su aspecto, sugerencia idéntica de su amor. De entre los lugares que me facilitan a mí la oración, sin duda, esta la gruta de Nazaret, allí donde Ella dijo aquel definitivo sí a Dios y del que yo quiero siempre aprender.  Pero hoy estoy aquí. Aquí medito. Aquí rezo. Rezo por mí y por los demás, con una universalidad que hacia occidente se extiende, para que llegue a tierras queridas de América.


(quiero seros sincero del todo, mis queridos jóvenes lectores. No me lleve a Zaragoza el portátil. Os escribí con bolígrafo en un papel, fue, casi literalmente, este mensaje que ahora, en casa tecleo y os mandaré por la Red)