XXIX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

San Mateo 22, 15-21: La moneda de canto

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja    

 

La política o, mejor dicho, los políticos, están con frecuencia desacreditados entre vosotros, mis queridos jóvenes lectores, y no queréis saber nada de ellos. Y el fragmento evangélico del presente domingo se mete en política ¡válgame Dios! Ya me referiré a este contenido, prefiero empezar por la segunda lectura en la que Pablo, con sus compañeros, al dirigirse a los cristianos de Tesalónica, recuerda los pilares del edificio cristiano.

Me he referido en otras ocasiones a las virtudes humanas, son ellas los cimientos de la espiritualidad. Es preciso ser leal, veraz, honrado, generoso etc. antes de empezar cualquier progreso. O pretenderlo, ya que, sinceramente, todos, en algún momento, por miedo, cansancio o deseo de estar tranquilos, hemos dicho alguna mentira, hemos huido ante ciertas obligaciones o hemos olvidado a personas a las que estábamos vinculados. Nadie tiene sus fundamentos humanos del todo firmes. No hay que desanimarse, pero debemos revisarnos y mejorarnos en este nivel de nuestra personalidad, de cuando en cuando. Supongamos que ya lo hemos hecho. Situados a ras del suelo y deseando empezar el edificio, hemos de escoger los pilares que se elevarán y elevarán nuestra personal espíritu. Los jefes, aquellos capaces de darnos instrucciones: Pablo, Silvano y Timoteo, los definen así.

Primero la Fe. Hay que reconocer que la estructura de esta virtud es compleja. Algunos de sus componentes son conocimientos teóricos. Nadie puede tener Fe cristiana, sin saber nada de nada. Ahora bien, la Fe es un don de Dios (de aquí que la llamemos virtud teologal). Se nos otorga gratuitamente, cuando ponemos de nuestra parte una actitud interior humilde. El soberbio, por doctorados teológicos que haya conseguido, nunca recibirá de Dios la Fe. Es como una pared mojada que es incapaz de que se le adhiera la pintura al óleo. Y la Fe además, para mantenerse viva, lo recuerda Pablo, es preciso que se propague, de otra manera, recluida en sí misma, fallece.

La otra columna es la Caridad. No un amor cualquiera. No es un instinto, ni un sentimiento, aunque a veces lo parezca. La caridad es amor a semejanza del que Cristo nos tiene. Vivido como Él lo vivió. Eso de que el Hijo de Dios se hiciera hombre y permaneciera unos cuantos años con nosotros, tiene la ventaja de que, sabiendo la vida que llevó, podamos conocer matices de este Amor. Amor-Caridad es compromiso, lealtad con el prójimo, solidaridad con todos los hombres. Amor-Caridad es generosidad sin límites, llegando incluso a jugarse uno la vida, si conviene. Amor-Caridad es entrega total a la persona escogida como compañera matrimonial. Observaréis, pues, que la Caridad está anclada en los cimientos de la personalidad.

Y entre estas dos virtudes, como la hermana pequeñita que da su mano a las dos mayores, está la Esperanza. Como las chiquillas menuditas, a las que nadie da importancia, pero que con su sola presencia llenan de alegría el ambiente, sazonándolo con sus ojazos y sonrisas, así es la Esperanza. Vosotros sabéis que a veces, a una persona buena, generosa y de recias convicciones, le ocurre una desgracia, por ejemplo se le muere un ser muy querido. Piensan entonces que su vida carece de sentido, que ya no les queda otro remedio que esperar la muerte. En una palabra, conservan la Fe y el Amor, pero han perdido la Esperanza. A alguien se le ocurre entonces, llevar a esa cristiana un chiquillo desvalido a su casa o, tal vez un nieto, o acercarla a una residencia de ancianos o de discapacitados, para que la bondad de un vejete o el cariño de un síndrome de Down, le ayuden a remontar el sentido de su existencia. La iniciativa tiene casi siempre éxito. Mis queridos jóvenes lectores, nuestro mundo actual está enfermo de Esperanza. Al cristiano le toca recordar el maravilloso destino que vislumbra siempre en su horizonte, vivir sosegado de mente, intrépido de ensueños y decidido y valiente en proyectos, es un deber tan serio como la ayuda al Tercer Mundo o la salvaguarda de la naturaleza o el cuidado de no malgastar energía. Vivirlo convencidos interiormente y testimoniarlo con el comportamiento, es necesidad acuciante. Acaba el comentario de la segunda lectura de este domingo. (Os advierto, que la imagen de la niña-Esperanza, dando la mano a sus hermanas mayores Fe y Caridad, se la debo a Ch. Peguy)

El episodio evangélico es chusco. Los fariseos eran grupos de intelectuales integristas. Tenían calculado todo, habían llenado de preceptos detallados la vida del ciudadano. En esta ocasión se les unieron personas de signo contrario. Vividores, hombres aprovechados de esos que siempre existen, que dedicaban su existencia a aceptar cualquier situación con tal que de ella pudieran sacar provecho. Hay que recordar que el pueblo judío estaba en una situación nacional calamitosa. Era rico en tradiciones y promesas divinas. Poseía cultura propia y de categoría. Sin residir en una tierra excesivamente fértil, sabía sacar buen provecho de ella y de su clima. Podrían ser felices, pero les faltaba libertad política. En realidad estaban sometidos a la ciudad de Roma y sus guardianes opresores, era el ejército de la lejana metrópoli. El judío subsistía en difícil equilibrio. No vivir del todo mal, a veces se consigue, viviendo “contra alguien”, teniendo un común enemigo. Compleja y difícil resultaba la situación en que se encontraban los simples vecinos. A las fuerzas de ocupación no les hacía ninguna gracia las exaltaciones patrióticas. Los nacionalistas no simpatizaban con los que no defendían a ultranza sus valores patrios. ¿Dónde se situaba Jesús?

La trampa que le tendieron consistía en exigirle que se definiera en una cuestión que a todos molestaba. Pagar impuestos a nadie le hace gracia. Pagarlos a extranjeros, mucho menos. Era un secreto a voces, del que nadie se atrevía a hablar. Se lo preguntan a Jesús públicamente. ¿Se debe pagar el tributo? No tenía escapatoria. Si decía que sí, los fariseos le acusarían de traidor al pueblo, si decía que no, los herodianos le delatarían ante el gobernador latino, de incitar a la sedición. El Señor, en algunos momentos, es maravillosamente pillo. Los impuestos se debían pagar en moneda del Imperio, como entre nosotros el petróleo se abona en dólares, pero la bolsa de la compra la pagamos en la moneda local. La unidad monetaria para estos menesteres, era el denario, una pieza enormemente generalizada. Se trataba de un patrón de plata de unos 4 gramos y de unos 2 cm de diámetro. En la actualidad todavía se encuentran muchos en excavaciones arqueológicas. Os doy estos detalles porque tengo tres de estas monedas, de diferentes épocas. En todas ellas, en su anverso, figura la cabeza del emperador correspondiente. Jesús lo sabía mucho mejor que yo, aunque en su bolsa, seguramente, no llevaría ninguno. La sagacidad la demuestra al preguntarles ¿de quien es la figura de la moneda apta para pagar los impuestos? Pues si es del Cesar, dadle a él lo que es de él y no olvidéis de dar a Dios lo que le corresponde. Afirmaba el respeto, adoración y cumplimiento de la Ley de Dios. Dejaba al bien pensar de cada uno, la obligación de tributar a la autoridad política y militar. No es una respuesta escapista, no. Que cada uno defina su posición ciudadana y sea responsable de ella. Que no se escabulla, pero habla Él, sin determinar, como lo debe hacer cada uno, como aquella vez que no quiso entrar en los enredos familiares de una herencia, sin por ello decirles que abandonaran sus derechos. ¡Qué listo era Jesús! Debemos seguirle siendo consecuentes, en nuestro comportamiento, siguiendo alegremente sus enseñanzas