XXX Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

San Mateo 22, 34-40: La balanza equilibrada

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja    

 

El fiel judío se sabe de memoria el “shema” y lo tiene presente en su vida. Lo recitaban al morir en el gueto de Varsovia y lo cantan en diversas melodías ahora. No os lo repito, sólo os lo adelanto, es la primera parte de la respuesta de Jesús a los compinches enviados para de nuevo, otra vez, atraparle en cuestiones controvertidas y que aparece hoy, en el fragmento del evangelio de este domingo. El “shema”, la frase que os decía, les es tan querida que, fieles a lo dicho en la Biblia, la colocan guardada en un estuche y la ponen en la puerta de su vivienda, de su habitación o en la entrada de la ciudad de Jerusalén. Claro que la que uno ve en el dintel de una estancia personal, es de un tamaño muy inferior, a la que he visto en la puerta de Jaffa, en Jerusalén. También, en la entrada de una tienda, en una céntrica calle de Barcelona, hay una tal cajita. Es una prueba testimonial de la fe abrahámica que profesa quien rige el negocio y que conozco y aprecio. Añado que a tal recipiente, con su contenido, se le llama mezuzá y os añado que el texto escrito es conocido como “shema” porque empieza por esta palabra, que significa: escucha (diría, pues: escucha Israel, el Señor, tu Dios…). Os he explicado estos detalles, mis queridos jóvenes lectores, para que comprendáis lo archiconocido que es este precepto en el mundo judío, tanto en la antigüedad como en el de ahora.

A Jesús, incluso en la capital le llaman maestro, rabí en lenguaje de aquel tiempo, título que no a todo el mundo se le otorgaba. Empieza un fariseo planteándole la cuestión fundamental, esperando que cometa algún error. Había respondido anteriormente a un grupo de saduceos, sus rivales, dejándolos con la boca abierta. Ahora se habían confabulado ellos en secreto, ellos que se sentían gente de más categoría intelectual. Querían ponerle en la encrucijada y que se desorientara al responder, buscando tal vez originalidad o desconociendo lo que era preciso contestarle con acierto.

Maestro, ¿cual es el precepto más importante? Le preguntan. El Señor no se inmuta, responde lo que sabe desde pequeño y que aprendió como los demás de labios de su Madre y que recita al iniciar la jornada, al mediodía y al caer la tarde. Lo más importante es amar a Dios y respetarle. No aporta nada nuevo, nada original, eso ya lo sabían ellos y los demás también. Era un vulgar maestrillo, pensarían. Pero sin dejarles respirar añade: hay otro mandamiento y, aun enumerado en segundo lugar, es de la misma categoría. Hay que amar a los hombres por igual. Amar a Dios exige y está al mismo nivel que amar al prójimo. Esto no lo decía su Ley. Aquí se hace patente la originalidad de su mensaje. La nueva dimensión del buen creyente.

Continúo desde otra perspectiva. A poca distancia del núcleo religioso de Lourdes (seguramente sabréis que es una población francesa, en la que recordamos las apariciones de la Virgen, hace ahora 150 años, a una chiquilla ingenua y piadosa) a las afueras de la población, hay un precioso paraje situado en medio de un bosque, abierto a cualquier persona carente de medios económicos para alojarse en un hotel. En esta finca, entre otras edificaciones, hay una sencilla capilla, en una cabaña que es reproducción exacta de la que en sus tiempos utilizó Santa Bernardita, la confidente de Santa María. Es un lugar precioso, acogedor y que invita con sencillez a la oración. A la izquierda del altar, pende una gran y sólida balanza, perfectamente equilibrada. En un platillo tiene un cofre con la Eucaristía, en el otro la bola del mundo. Mira uno a un lado y no deja de ver el otro. Existen muchas formas de Tabernáculos, yo mismo he hecho unos cuantos, pero ninguno me complace como este. En el silencio de esta gran choza, la pequeña báscula proclama al visitante: es preciso amar a Dios y arrodillarse en su presencia, pero no es menos importante socorrer al hombre indigente. Al pobre de dinero, al de compañía, al solícito de asistencia sanitaria, al carente de amistad, al incomprendido.

Recorre uno con la imaginación los paisajes de Tierra Santa, donde el Señor pronunció esta sentencia y siente profunda admiración por Él. Recuerda a las personas que en su vida ha atendido, a las que ha ayudado, a las que ha acogido, notando en su interior satisfacción primero, después siente el estímulo de la exigencia de una mayor generosidad. Y vuelve a mirar la balanza y marcha cambiado. Mis queridos jóvenes lectores, con esta estampa me despido. Vuestra imaginación sabrá reconstruirla y sacar consecuencias, no le seáis infieles al Maestro. Escuchadle siempre, solicitad su ayuda, para después salir con horizontes abiertos a responder a las ansias de los hombres que viven a vuestro lado o en cualquier rincón del mundo.