XXXI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo A

Conmemoración de todos los Fieles Difuntos

San Juan 11, 25a.26: Sobre los Fieles Difuntos

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja    

 

Os habrá tocado a todos, mis queridos jóvenes lectores, asistir a algún entierro. Tal vez algunos de vosotros ha sufrido de cerca la visita de la muerte. En unos casos os habréis sentido implicados, en otros tal vez hayáis tenido que colaborar. Quizá se trataba de la separación de alguien que apreciabais mucho, o el hondo impacto lo causaba lo imprevisto o el tratarse de alguien joven, que nadie entiende porque ha tenido que morir.

La muerte humana, nunca deja indiferente al que la vive de cerca. Hay sufrimiento, incomodidad, extrañeza, añoranza del ser amado que ha partido… ¡es tan compleja la vivencia!. En algunos casos, en culturas sencillas que identifican al ser humano con su cuerpo, lo entierran junto al domicilio y con frecuencia, poco a poco, se va convirtiendo en un diosecillo protector.

Cuando vais a un entierro, oiréis seguramente frases de este estilo: no te olvidaremos, permanecerás siempre en nuestro corazón. Otros se limitarán a recordar momentos característicos o experiencias comunes. Observaréis que, en ocasiones, hay una especie de disputa, para ver quien de los presentes estaba más relacionado con el difunto. En algunos casos, os habréis enterado de que ciertas familias tratan de ignorar y para ello pretenden que los demás ignoren. Morir es un fenómeno semejante al defecar, piensan, es necesario que ocurra, pero no se debe hablar de ello. La persona está ausente y nadie debe preguntarse donde ha ido. Falaz propósito. E inútil.

Cualquiera de estas posturas se aceptan, si se trata de los demás, pero, pensando y divagando, si resulta que el sujeto moridor es uno mismo, el permanecer en el recuerdo, en el corazón de los amigos, suena a algo así, como si nos dijeran que todas las fotografías y cartas nuestras, las conservarán en el disco duro de su PC. Queda bien la expresión, pero no satisface, queremos ser algo más que la huella dejada en las neuronas de los conocidos. Tenemos ansia de permanencia. Es una manera implícita de esperar la resurrección.

Nos rebelamos ante la posible desaparición, ante la idea de la aniquilación total y es muy lógica esta postura. Hemos nacido para vivir y si lo que observamos es la muerte ¿no es normal que no nos conformemos, que no la aceptemos? Pero no se trata de un sentimiento de intriga. Morir también nos da miedo. Puede ser tan grande, que se dice que algunos mueren de miedo a la muerte.

¿Morir es la más grande tragedia? ¿Qué aporta el cristianismo al triste episodio?
La Fe no tuerce la historia, ni la elimina. El salmo 119, 105, dice: para mis pies antorcha es tu palabra, luz para mi sendero. ¿Qué vemos al enfocar con nuestra Fe el horizonte de la muerte? Afirma la doctrina cristiana que el hombre no desaparece. Acabado su peregrinar histórico, existe él en otra realidad, que llamamos eterna. Puede se feliz o desafortunada. En el trance, en su éxito o fracaso, puede influir no sólo el comportamiento personal de cada uno, también la intercesión de los demás. De aquí que los cristianos recemos por un difunto. No para que se modifique su realidad eterna, sino para que en esta sea feliz. Cuando oramos nos situamos en un ámbito intemporal. Y yo rezo hoy por un familiar que históricamente ha muerto y mi plegaría tiene repercusiones como si el hecho estuviera en este momento empezando a suceder.

Rezamos sí. Celebramos la misa, no como homenaje, ni como mero acto de recuerdo. Nuestra liturgia es un sufragio. (sólo cuando se trata de santos, cambia de signo. No es ahora momento de hablar de ello).   

Observo a veces, cuando estoy en un aeropuerto, que asoma alguien desorientado y aturdido, llega de lejos. De repente, ve su nombre en un letrero que alguien levanta y sonríe tranquilo. En otras ocasiones, es el tumulto de compañeros de equipo, de  condiscípulos, de familiares, que le llama y le aclama. Comprende entonces que no está fuera de lugar, que lo transitorio era ir empaquetado en el avión, que aquí, entre los que le reciben, está su residencia feliz y definitiva.
Oirás a veces que algunos dicen: no sé si existe otra vida, nadie ha vuelto a contárnoslo. Al escucharlo, nos desconcertamos. No os asustéis. Jesús, Hijo de Dios, mucho más hombre que cualquiera de nosotros, murió, de esto nadie duda. Jesús cuentan que resucitó y nos lo creemos. Pero no es un puro acto de confianza. Jesús existe junto a nosotros, experimentamos su compañía, comprobamos el amor que nos tiene. Es lo que importa.

Os lo explico de otra manera. Entre nosotros, la demostración de que alguien existe, son sus huellas digitales dejadas impresas, la fe de vida emitida por un juez o el número de su documento de identidad. Preguntadle a un enamorado si posee alguno de estos datos de su amada y seguramente os dirá que no. Decidle entonces que su novia no existe, os responderá de inmediato, diciéndoos que vive, porque se aman, amar y ser amado, es la mejor demostración. Algo así ocurre con Jesús. Si se tratara de una ocurrencia o de una coincidencia, podríamos decir que ha sido pura casualidad. Pero en la vida podemos recibir tantas pruebas de Amor del Señor, que nos convencen de su presencia, de su compañía, de su cordialidad. Así que pasado el dintel de la muerte, nos espera Él y en el letrerito que sostiene, figura nuestro nombre. Lo hemos ido escribiendo entre los dos en los momentos de oración. Reconoceremos su letra y nuestra letra y nos daremos cuenta de que estamos en nuestra casa, la que habíamos soñado.

No sé que lecturas escucharéis en misa. El celebrante puede escoger entre bastantes. Yo me inclino a meditar las narraciones de la muerte del Señor, para hallar consuelo. También recordar el relato de Emaús, para obtener Esperanza. Y analizar las bienaventuranzas, para saber como debo entrenarme para la prueba final.