Fiesta. Dedicacion de la Basílica de San Juan de Letrán

San Juan 2, 13-22: La fiesta de todas las Catedrales

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

 

Lo primero que os preguntaréis, mis queridos jóvenes lectores, es el motivo por el que en todos los rincones del mundo, litúrgicamente se celebre hoy, la fiesta de la basílica de San Juan de Letrán. Creo que es mi deber, ya que supongo os habréis hecho la pregunta, daros razón de ello.    

Empiezo por el principio. Joseph Ratzinger, es un bautizado que un día sintió una vocación de servicio exclusivo a Dios en la clerecía, recibió el diaconado, más tarde el presbiterado y también el episcopado. Llamado a Roma prestó diversos servicios. Fue elegido entre los obispos al oficio y dignidad de cardenal, que nada añade, dicho sea de paso, a su dignidad enraizada en el bautismo y potenciada por el sacramento del orden, que en su caso suponía los tres rangos. Fue escogido entre los cardenales, en una reunión que se llama cónclave, para ejercer el servicio de Obispo de Roma. Era por tanto, sucesor de San Pedro y cabeza del Colegio Episcopal. De aquí que presida también la Iglesia católica. Tiene otros títulos. Se le ha llamado Patriarca de Occidente y Vicario de Cristo. Este último título, desde hace unos años, nunca lo nombra él. Parece que, según los teólogos, no le corresponde. Lo que sí es conocido es como Papa. Es un título que tradicionalmente reciben los obispos de Roma, Alejandría y Antioquia. Para ser exactos, deberíamos, pues, decir siempre: el Papa de Roma y hablaríamos así con propiedad.

2.- Todo obispo ejerce como tal, principalmente, en un iglesia que llamamos catedral, pues en ella hay una cátedra, una silla presidencial, que no es un trono. La catedral del Obispo de Roma es la Basílica de San Juan de Letrán. Allí el Papa está en su casa. Allí ejerce su ministerio episcopal, desde allí se dirige a las parroquias de su diócesis.

Un paréntesis. Tal vez habéis pensado que los atributos de la catedral del Papa corresponderían a la basílica del Vaticano y no es así. Creo que os debo una explicación. Hace siglos, se construyó sobre la tumba de San Pedro, un monumento en su honor, que paso después a ser iglesia, con el título de basílica. Es muy grande, tiene delante una enorme plaza que facilita las grandes reuniones, de aquí que sea la más conocida, la más usada, aunque no sea la más importante. Hay que añadir, que la basílica de San Pedro forma parte de la Ciudad del Vaticano, el Estado más pequeño del mundo, (no pasa de 0.440 kilómetros cuadrados), no así la de Letrán, que está situada en Italia. Basta de preámbulos.

Celebramos hoy la fiesta de la presidencia de nuestro “jefe”. De la iglesia cabeza de todas las iglesias. A diferencia de los palacios reales que no se pueden visitar con facilidad, la catedral del Papa, San Juan de Letrán, la puede visitar todo el mundo, sin tener que pagar, sin presentar documentación alguna. Os doy estos detalles, y podría deciros muchos otros más, porque he estado en ella bastantes veces. He ido a verla, contemplarla, admirarla y a rezar. No me alargo más en detalles, mis queridos jóvenes lectores y paso a comentaros el texto del evangelio de la misa de hoy.

Se trata, en el fragmento que proclamamos, de la expulsión de los mercaderes. Os daré detalles, me gusta hacerlo porque he estado en el lugar bastantes veces y dentro de pocos días, si Dios quiere, me pasearé de nuevo por la gran explanada, que es todo lo que queda del espacio que visitaba Jesucristo. El Templo de Jerusalén se había proyectado a ejemplo e imitación de los templos vecinos, pero a lo grande. Era una gran superficie elevada. Se trataba de un lugar de encuentro. El hombre, para facilitar la reunión, subiría un poco. Dios bajaría desde el Cielo a aquel sitio preparado y bien dispuesto. El primer templo lo había construido Salomón. Destruido y abandonado, fue reconstruido más tarde. Reformado, el segundo fue el que visitó Jesús. Lo había acabado Herodes el Grande. Dentro de la explanada, los judíos y los no judíos, se encontraban. Hablaban y aprendían. Sí, puesto que en los rincones o bajo los soportales, los rabinos enseñaban. (Hoy a esta tarea la llamaríamos impartir un seminario o dar cursos de master). La gente aprovechaba el lugar para adquirir animales aptos para ofrecer en sacrificio (resultaba muy molesto trasportar bichos desde casa, era más cómodo comprarlos in situ). Circulaban por entonces diversas monedas, si uno quería ofrecer allí una limosna, debía hacerlo entregando los llamados Siclos del Templo, que no eran de uso ordinario y allí encontraba oficinas de cambio. El tamaño de la explanada era de 480x300 metros, ya lo veis, enorme, comparadlo con el de los campos de futbol de hoy. En el centro de la superficie que os vengo describiendo, estaba el Santuario, un edificio completamente vacío, expresión, o imagen, de lo que es Dios: un Ser espiritual. Se había levantado a imagen del tabernáculo del desierto y sus dos compartimentos se llamaban: Santo el primero y Santo de los Santos, el segundo. En este nadie entraba, excepto el Sumo Sacerdote el día del perdón. Jesús por tanto nunca penetró en él. A su alrededor una balaustrada separaba y señalaba el espacio exclusivo de los fieles judíos. A partir de allí no podían pasar los gentiles. Entraban los israelitas con sus dones y limosnas, con sus amores e ilusiones y sus súplicas.

Volvamos al perímetro circundante. El que se hubieran establecido gente con animales aptos para el sacrificio o monedas religiosas, fue al principio un servicio, más tarde se convirtió en un buen negocio, que se aprovechaba de la buena fe de los piadosos judíos que llegaban de lejos y de la impunidad de la que gozaba aquel espacio. De aquí que lo estuvieran profanando. Fue este el motivo de que Jesús se indignase y expulsara a los mercaderes. No era un acto de venganza, era una purificación del recinto religioso.

El templo de Salomón era admirable, el segundo, el imaginado proféticamente por Ezequiel, que nos relata la segunda lectura de hoy, era fascinante, el tercero, real y material, este completado por el asmoneo Herodes, tendría la suerte, lo había dicho un profeta, de recibir la visita del Mesías. Se cumple con lo que nos cuenta el evangelista, el anuncio dado. Jesús entra y purifica el lugar. Ahora se lo podrá derrumbar si toca, pues, al ser santo, nadie lo podrá destruir. Se hace ahora una transposición, no se trata de un edificio. A lo que se refería Jesús simbólicamente, era a su cuerpo. Iban a destruirlo, le iban a torturar y matar, pero resucitaría para siempre.

La fiesta es en honor de San Juan de Letrán, aplicable a todas las catedrales del orbe, a todas las iglesias, hasta a la más humilde ermita. Un día entraremos en el Recinto Eterno, en la Catedral de Jesús, y entonces, la convivencia entre los santos y los encuentros continuos e íntimos con el Maestro, nos llenarán de felicidad. Sería fácil para mí decir que aun dura el comercio en los templos actuales, y no me equivocaría. Pero no es esto lo que importa que os recuerde hoy, mis queridos jóvenes lectores. El Templo de Dios son los cuerpos de los hombres, que se han bañado en la sangre del Cordero. Lo leíamos en la misa de hace pocos días. Eran palabras del Apocalipsis. Y ese templo, nuestro cuerpo, es profanado, lo profanamos. Lo convertimos en un comercio en nuestro provecho egoísta. Y no pienso exclusivamente en el terreno sexual, incorrectamente usado. Todo aquel que come y bebe desordenadamente, todo aquel que gasta injustamente, privando, consumiendo, lo otros necesitan para vivir, por lejanos que estén situados, profana el Templo de Dios, puesto que por la Gracia se ha convertido en ello lo que era pura anatomía. Es preciso que lo purifiquemos. Que lo preparemos para la resurrección. Se trata, no lo olvidemos, de nuestra resurrección, de la reconstrucción definitiva de nuestro templo-cuerpo.