II Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Juan 1, 35-42: Niño prodigio

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

 

Samuel es un personaje crucial en la historia de Israel. Fue el puente, la transición, y el promotor, sin mucho entusiasmo por su parte, de la monarquía, en el pueblo que hasta entonces  había vivido en un régimen de consenso, más o menos feliz, conseguido en asambleas tribales. Samuel fue juez, profeta, ungió a Saul, el primer rey, y hasta se le apareció después de muerto. No dudo de que os estáis aburriendo con esta perorata, mis queridos jóvenes lectores, pero es que no quería omitirla, para que calibréis el valor que tuvo Dios, al confiar el futuro de su pueblo a un chiquillo.


En la actualidad los niños para el mundo comercial son carne de cañón, perdón: objetos predilectos para sus prospecciones de futuros consumidores. Se les tiene en cuenta para que soliciten los aditivos que hay que añadir al desayuno, no fuera caso que la leche tuviera gusto de leche. O que la ropa les durara y no compraran nuevos modelitos. O que se olvidaran de que es preciso “peregrinar” a todos los parques temáticos de aquí y allá, y se sintieran ante sus compañeros, unos fracasados. La lista podría ser muy larga.


El proceder de Dios es otro. Se toma en serio a cualquier chiquillo. En este caso se trata de Samuel. Su madre, Ana, lo había deseado durante mucho tiempo. Cuando por fin gozó de la maternidad, quiso, agradecida, ofrecérselo al Señor y lo llevó al santuario de Silo.


No os imaginéis ningún suntuoso edificio. Se trataría de una pequeña vivienda, junto a una plataforma elevada no más de un metro, donde se ofrecían sacrificios a Dios. Llamamos templo, sin que esto signifique que pudiera tener techo y paredes. He visto unos cuantos por aquellas tierras. Referente a la localidad de Silo, donde ocurrió el hecho narrado, no queda nada. Fue destruida antiguamente. En tiempo de Jeremías, ya estaba en ruinas y ahora las dos veces que por aquel lugar he pasado, solo he visto montones de piedras, fruto de excavaciones arqueológicas. La escena descrita en la primera lectura de la misa de hoy, pasa en este lugar, que está a unos 20 km al sur de la actual Nablus, en Cisjordania-Palestina. Imaginaos pues una cabaña. Dentro de ella, una estancia para el vejete Helí, algunos antros para sus malvados hijos y un rincón para Samuel, el chiquitín que su madre les había encomendado.


Este niño no era de los que tienen miedo a la obscuridad. Oyó voces y pensó que el abuelito le llamaba y se fue a su estancia para saber que necesitaba. No le había llamado él, le dijo, debía volverse a dormir. Tornó a escuchar la voz e hizo lo mismo, pero Helí le dijo que tampoco le había llamado, pero tuvo la intuición esta vez, de que podía ser Dios el que quería hablarle  y le recomendó que contestara: habla que tu siervo escucha. Efectivamente, así fue. Y lo que le dijo el Señor, no fue agradable. Se lo contó al amo-sacerdote que se entristeció al oírlo, pero aceptó la voluntad del Altísimo. El niño fue fiel al Señor en aquel momento y lo continuó siendo después.


No olvidéis, mis queridos jóvenes lectores que la imaginación de Dios es prodigiosa. Alerta,  que no os digo que sea caprichosa. Hay santos escogidos a primerísima hora, como Samuel, el romano Tarsicio, o el zaragozano Dominguito, o, en tiempos recientes, la italiana Nennolina, que no llegó a vivir ni siquiera siete años. Otros, por el contrario, son santos llamados a ultimísima hora, como el buen ladrón, de junto a la cruz de Cristo. Es preciso siempre, responder en el momento escogido por Dios. Sin dejar para mañana lo que uno puede hacer hoy, como dicta el refrán. Que cada uno se aplique la norma. Perdonadme el olvido, ahora me doy cuenta de que no había mencionado el testimonio más sublime de cómo Dios escoge para sus planes a gente joven, se trata de María, la Virgen de Nazaret, que cuando se le encomendó el proyecto de ser madre del Mesías, no contaría mucho más de doce años.


El fragmento del evangelio es muy simpático. Juan el bautista había reunido junto a sí a gentes de diversa procedencia. Uno de los discípulos, de alrededor de quince años, estaba con él cuando pasa Jesús y señalando al Maestro, él le dice: este es el Cordero de Dios. Esta expresión tenía un significado muy especial desde tiempos antiguos. Para la gente de aquel tiempo, era mucho decir. Con el entusiasmo propio de la edad, se va con Él y empieza a preguntarle. Quiere conocerle y desea saber donde vive y como vive, y el Maestro no rehúsa huye del envite y le invita a su casa. Tal vez se trataría de alguna sencilla vivienda en Tiberias, una ciudad de reciente creación, donde quizá Jesús, un “autónomo de la construcción” le llamaríamos hoy en día, había trabajado. El chico lo recordará toda la vida, nos advierte que el encuentro ocurrió hacia las cuatro de la tarde (dicho según nuestro lenguaje horario). Lo curioso del caso es que no fue solo, le acompañaba Simón, un pescador un poco brutote, decidido y noble, que después sería el gran San Pedro. Lo pasaron tan bien aquella jornada, que decidieron seguirle toda la vida e invitar a otros a la misma aventura.


Así empezó la cosa. De manera semejante puede empezar la vuestra, la que Dios tiene pensada para cada uno. Y si los primeros eran varones, no mucho más tarde se unieron algunas mujeres. Chicas lectoras, que no se olvida el Maestro de vosotras. Cada uno  colaboraba como sabía y podía, cada uno de vosotros, debe colaborar como sepa y pueda.
Y os recuerdo un aspecto que aparece de refilón. Samuel, joven, colabora con Helí, viejo y no les fue mal compartir confidencias. Juan, joven, confía y colabora con Simón-Pedro, un varón adulto, no obstante la diferencia de edad, serán, ambos y juntos, futuras columnas de la Iglesia. ¡Que feliz sería yo si supiera que estos mensajes que cada semana os envío, los aprovecháis y mis reflexiones y las vuestras, sirven para el progreso y edificación del Reino! Porque, no lo olvidéis, yo viejo, también confío en vosotros jóvenes, aunque no os conozca.