VI Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B

San Marcos 1, 40-45: La aventura cristiana

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja



H
ay quien quiere vivir su vida compartimentada. Establecer los periodos de su jornada independientemente unos de otros. Ahora toca comer y como. Trabajar y no dejo de hacerlo. Dormir y me entrego al descanso. Cada cosa a su tiempo y un tiempo para cada cosa. ¡mira qué bien!. Aparentemente, que no nos engañemos. ¿Y a Dios, para cuando lo dejan? Ah, eso está programado para los domingos y en ocasiones fortuitas, llámesele entierros, bodas o bautizos, si toca ir por obligación.
Pues no. La Fe cristiana lo impregna todo, mis queridos jóvenes lectores. Yo ahora, mientras escribo, estoy pensando en vosotros, evidentemente, pero también pido a Dios que lo haga oportunamente. Más tarde, impregnado de oración, enviaré el archivo por Internet a sus destinos. Y mañana, si Dios quiere, caminaré unas cuantas horas para deleitarme con la naturaleza y compartir con los compañeros. Amistad y contemplación son cosas cristianas. Los que lo somos, disfrutamos doblemente, si vivimos conscientes de ello. Tanto si comemos, como si bebemos, como cualquier cosa que hagamos, ha de ser, puede ser, ¡ojala lo sea! a la gloria de Dios. Se cuenta de un santo que estando jugando con sus amigos, alguien dijo: ¿qué haríais si os anunciaran que dentro de poco os vais a morir? Uno contesto: iría a confesarme. Otro: me despediría de mis padres… Nuestro joven santo añadió: pues yo continuaría jugando. Os he explicado esto porque es lo que dice San Pablo en el fragmento que leemos en la misa de hoy. Cualquier actividad, hecha en la vivencia cotidiana de la Fe consciente, es una ofrenda a Dios, una oración.
Aquel pobre hombre leproso, acudió a Jesús con confianza. Ni era desafío, ni exigencia: él reconoce los poderes del Maestro y le presenta sus penas. El Señor siente compasión y le cura. Hasta hace poco la palabra compasión estaba proscrita de nuestro vocabulario. La gente decía: no quiero que me tengan compasión. Olvidaban que la palabra significa patire cum, padecer con el otro, identificarse con su dolor. Es lo que siente el Señor en el episodio de hoy. Es la actitud que debemos tener nosotros: ponernos en su lugar y tratar siempre de auparlos. No será un leproso quien a nosotros acuda. Será un marginado, un incapacitado, un angustiado por el fracaso o descontrol de sus nervios. Si podemos, debemos ayudarle a salir de su situación adversa, nunca huir indiferentes. Es mejor ser engañados, que actuar con egoísmo, diciendo o pensando, que se apañe, que este es su problema.
No quiero que olvidéis, mis queridos jóvenes lectores, que no es preciso reventarlo todo para ser o sentirse progre. Echar toda la culpa a los demás y despreciar las normas sociales no es por sí un progreso. Jesús está por encima de las instituciones judías, pero no quiere provocar inútilmente. Anda y vete, le dice, que en Jerusalén certifiquen tu salud y resérvate tu curación, no alardees de la experiencia, cállate lo que he hecho por ti. Aquel buen hombre en esto no le hace caso y muy bien que lo hizo. Es agradecido y no quiere que los demás desconozcan la bondad del Señor. Tal vez la descristianización actual que en muchos sitios sufrimos, sea consecuencia, en parte, de la falta de agradecimiento a Dios, de los que creemos en Él. Sabemos pedir, pero nos olvidamos de agradecer. Debemos examinarnos de esto.

PRECISIONES MARGINALES. El templo de Jerusalén, el segundo, el acabado por Herodes el grade, era una enorme explanada al aire libre. Oigo que dicen del tamaño de 20 campos de futbol. Todavía subsiste hoy, con algunas edificaciones musulmanas levantadas en su superficie. Hacia el centro de este llano, rodeado de una balaustrada que solo podía franquear los judíos, se levantaba el Santuario. De esto no queda ya nada. Era un complejo edificio con diversas plazoletas que llamamos atrios, a la primera se permitía la entrada de hombres y mujeres israelitas. En sus ángulos unas pequeñas estancias estaban destinadas a la leña para los sacrificios, al aceite para las lámparas, a guardar el dinero de las ofrendas y un lugar de inspección, por parte de los sacerdotes de turno, de aquellos que se presentaban porque habían cumplido un voto o para que se les certificase que aquella dolencia surgida en su piel, y que habían creído era lepra, ya se había curado. Hoy distinguimos un simple sarpullido, de una soriasis, que nada tiene que ver con la lepra. En aquellos tiempos, no. Sintiendo un terrible pánico a esta enfermedad que, dicho sea de paso, todavía la sufren contemporáneos nuestros. Cumplía la casta sacerdotal, además de su peculiar función sagrada, otra higiénico-social, de salvaguarda de la sanidad pública. A estos es a los que envía Jesús al leproso del evangelio de hoy. Sin decir que no debía ser este el papel de un ministro del culto, ni que pronto perderían privilegios, ni tantas cosa que a muchos les gusta proclamar, para justificar que no hacen nada útil por los demás.