II Domingo de Cuaresma, Ciclo B

San Marcos 9, 2-10: Trofeo y coraje

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja



Cuesta entender que celebremos la experiencia insólita de tres personas. La Transfiguración fue un hecho que les ocurrió a los predilectos de entre los discípulos del Señor y que nos lo contaron porque ellos quisieron. Algún valor verían en el acontecimiento los de la primera comunidad, y el Espíritu del Señor, que quiso que se relatara. De no ser así, como de tantas cosas, nada sabríamos. Os voy a contar, mis queridos jóvenes lectores, como pudiera ser una experiencia de este tipo, si los que la vivieran fuerais vosotros mismos, poniéndoos comparaciones paralelas y actuales, aunque reconozco que su valor sea muy inferior.
En primer lugar, por el tono de la narración, esto ocurrió en otoño, durante las fiestas de los Tabernáculos. Los israelitas salían, y aun ahora salen, a vivir al aire libre, en cabañas improvisadas, recordando su viaje de Egipto al Sinaí. Son días alegres. Acabada la siega, la  trilla y la recolección del grano, dejado el mosto en las bodegas para que fermentase, gozaban de vacaciones tranquilas, ya que nada les urgía. Son jornadas estas de alegre convivencia. Por lo visto, en el caso que nos ocupa, no levantaron cabaña alguna. Dormían al raso, tal vez habían llegado ya de noche a la cima.
Con Jesús iban: Pedro, un hombre mayor, rudo y noble, Santiago, un joven que había encontrado en Él, el sentido de la vida, y Juan, hermano menor, que admiraba al Maestro con delirio. Diferentes, pues, los tres y de calidad humana, no es extraño que Jesús se sintiese bien en su compañía. Tenían cierto conocimiento de la ciencia del Maestro e imaginaban algo de sus proyectos. Las dos cosas les atraían. Pero estaban empezando a conocerle a fondo y Él pretendía que progresasen en este sentido. Y que nosotros ahora, al enterarnos, también aprendiésemos la lección
Hago un paréntesis. Yo no sé si os ha ocurrido un día. Sin buscarlo expresamente, habéis conocido a alguien y os ha explicado sus aficiones y os ha invitado a su casa. En el domicilio habéis visto las paredes repletas de copas y otros trofeos conseguidos. Os lo cuento de otra manera. Podéis pensar que en su habitación colgaban discos de “platino”, posters y fotografías de festivales, en los que el artista, el mismo que os está hablando, ocupaba el lugar central. Contemplar el testimonio de sus éxitos os ha deslumbrado y habéis sentido dentro ganas de imitarlo o imitarla.
El triunfo de un amigo entusiasma y contagia. El Señor lo sabía y es lo que quería. Que el Maestro se codease con Moisés y Elías, era cosa que nunca hubieran podido imaginar y le confería a sus ojos la máxima categoría. Pedro impulsivo, no se le ocurre otra cosa que proponer levantar unas cabañas, como cualquier hijo de vecino hacía aquellos días. Dios-Padre debió sonreír en las alturas y acudió al encuentro. Se limitó a decir, vuestro amigo es mi Hijo amado, no lo abandonéis. Hacedle siempre caso. Y sanseacabó.
Volvieron a estar solos. Mientras cada uno por su cuenta rumiaba dentro de sí lo oído, Jesús añade una advertencia: no habléis de esto con los demás, dejadlo para cuando resucite de entre los muertos. ¿A qué venía lo de morir y resucitar, pensaban? Mientras bajaban lo comentaban entre ellos, pero no supieron descubrir porque les había dicho esto. Mucho más tarde lo entendieron y lamentaron haberse olvidado de la lección y haber sido capaces de dejarlo solo e indefenso, los días de su Pasión. Pero, digo yo, ¿no hacemos lo mismo nosotros cuando nos dejamos arrastrar por la tentación, olvidamos lo que aprendimos, lo que experimentamos y nos dejamos arrebatar por el deseo de tener, de fardar, de conseguir? ¿O es que no tenemos experiencia de que Jesús nos ama apasionadamente y no podemos olvidarle y que es Él suficiente para llenarnos de gozo y hacernos felices?

PRECISIONES MARGINALES

La escena, aunque el texto evangélico no lo diga, la tradición sí, se sitúa en un cerro que domina la llanura de Esdrelón, es el Tabor. Es tan bonito y característico, que cuando uno se desplaza por el norte de Israel y lo ve, está seguro de que ha penetrado en Galilea. No tiene más de 562 metros. En la actualidad se sube por una carretera de cerradas curvas, una tras otra, que no permite más que el tránsito de vehículos pequeños. A mucha gente joven les gusta subirla a pie y yo, siempre que les he visto hacerlo, he sentido envidia. En la cima, que es un largo y lomo un poco inclinado, quedan restos arqueológicos de primitivas culturas que dan prueba de que desde la antigüedad fue considerado una montaña sagrada. Sobresale un soberbio edificio, una gran basílica en honor de la Transfiguración. A su lado reside una comunidad que guarda el lugar y acoge en su hospedería a peregrinos. A un lado de la carretera yendo de oeste a este, a mediodía, se levanta una humilde ermita, que muchos no llegan a ver y que, precisamente, recuerda las enigmáticas palabras que oyeron al final, aquello de resucitar de entre los muertos. Son edificios católicos. Hacia el norte, de esta misma carretera, sale un camino que lleva a una iglesita ortodoxa. Casi siempre está cerrada y pocos se acercan a visitarla. Sólo una vez he podido entrar en ella.
También quiero recordar que la basílica del Sinaí, en la fortaleza de Santa Catalina, al pie del monte de Moisés, está dedicada a la Transfiguración del Señor, para que se vea la importancia que la primitiva comunidad dio al misterio que hoy ocupa nuestra atención.