III Domingo de Cuaresma, Ciclo B

San Juan 2, 13-25: Coherencia

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja



Observad que la violencia esta anclada en el interior del hombre. Es una vieja cuestión que inició Caín. Dios no la quiere, de aquí que poco a poco haya ido regulando, primero la venganza (aquello del ojo por ojo, diente por diente) atemperando después a los justicieros y tratando de introducir a los hombres, en el amor. Pero es preciso tener las cosas claras, cuando la situación lo exige y acudir a medios coercitivos, en situaciones extremas. Nos cuesta imaginar a Jesús como nos lo describe el Evangelio. A los pacifistas, el pasaje de la misa de hoy, les molesta. Piensan ellos con criterios y costumbres de ahora, pero aquellos eran otros tiempos. En la actualidad, se les hubiera puesto una multa y, si no pagaban, hasta podían ir a la cárcel. Pero es la manera de obrar de hoy, la que utiliza Jesús es propia de entonces, espontánea y puntual. Es moderada (no mata a nadie) y regulada. A los poco culpables y pobres (los de las palomas) se limita a ordenarles que se alejen. No todo el mundo, es capaz del dominio de sí mismo. Actuar radicalmente en algún momento, proporciona a los demás doctrina autentica y segura. Métodos transigentes y pretendidamente comprensivos, en realidad cobardes, a la larga, desconciertan.


Voy a situar el acontecimiento. Hay que situarse en Jerusalén, en el Templo. Alrededor del Santuario, un gran edificio elevado en el centro de la gran explanada, una balaustrada delimitaba el recinto especialmente religioso. Fuera de ella, el enorme espacio abierto, era lugar de encuentro, donde se permitía la entrada a todo el mundo, se llamaba atrio de los gentiles. Allí las familias se relacionaban y trataban. Bajo los soportales, los maestros de la Ley, enseñaban. Los peregrinos no podían acudir al Santuario llevando desde su domicilio las ofrendas, las adquirían en los tenderetes que se habían establecido en este enorme patio. Las limosnas no se podían dar en cualquier moneda, por preciada que fuera. Como pasa entre nosotros que uno no puede ir a comprar el periódico, pagando con francos suizos. De estos problemas, surgió este empleo, el de los que se ofrecían a facilitar un par de palomas para los matrimonios que gozosos acudían a presentar a su criatura al Señor o aquellos otros que vendían un cordero, para ofrecerlo en el altar o una vaca, a los que venían de lejanas tierras. La moneda oficial y corriente, denarios, dracmas, etc. debían cambiarlos por siclos del Templo. En principio, pues, era un servicio, posteriormente fue un negocio abusivo y lo que denunció Jesús. Era preciso poner las cosas claras.
Vuelvo al principio, para que me entendáis. El lugar era semejante a los pórticos exteriores que hay en muchas de nuestras antiguas iglesias. Son lugares santos, pero no recintos sagrados. Nada debe manchar el santuario. Ser condescendiente y tolerarlo todo, puede, suscitar simpatía, pero a la larga es motivo de equívocos e injusticias. Y es lo que Dios quiere evitar. Lo promulgado por Dios en el Sinaí, primera lectura, había ido desdibujándose. El radical acto del Maestro, fue profético, de aquí que resultase molesto, ingrato para algunos, pero elocuente.


La reflexión de San Pablo es muy interesante. Trataré de traducirla a lenguaje de nuestro tiempo.


Diría él seguramente: los profesionales quieren una doctrina que lleve al éxito. Que rindan buenos dividendos, que aumente el producto interior bruto y proporcione resultados seguros a la empresa.


Los intelectuales, los artistas y los científicos, exigen teorías deslumbrantes, innovadores y sensacionalistas.
Nosotros, modestamente, presentamos a Jesús, un hombre ejecutado.


Resulta que lo que decimos es cosa absurda para unos, inútil para otros y estrambótica, para los más. Pero mira por donde, sea quien sea el que se arriesgue a creer en Él, encuentra en ello una lámpara que ilumina el camino de su vida. Ya que una es la sabiduría de Dios y otra la ciencia y las teorías de los hombres. Ser cristiano es arriesgarse y estar dispuesto a convertirse en el hazmerreír de su entorno, gozando empero de una senda de salvación, oculta a los que se ríen o no nos aceptan.