Viernes Santo de la Pasión del Señor

San Juan 18,1-19,42: Cantemos a la Cruz

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja



Canto a la cruz. No a una intersección de líneas cualquiera. No a aquel logotipo de farmacias o, inadecuadamente, clínicas de perros.
La  cruz, de la que quiero hablar, fue al principio un solo palo, un tronco tosco de un árbol cualquiera, que no mediría más de dos metros. Lo cogerían  los soldados de un rincón. Estaría sucio, pero no les importaría ¡para lo que iba a servir!.
Se lo entregaron. No sabía como agarrarlo. Nunca había visto que hicieran a alguien, lo que con Él iban a hacer. Le mandaron que se la cargase como le diera la gana, pero que se la cargase de una vez. La sujetó con las manos. Sabía que dentro de poco se las sujetarían salvajemente al tosco madero, de eso si se había enterado. No podía levantarse. Molido a golpes, todo su cuerpo dolorido protestaba. Pero le insultaron y pegaron de tal manera, que hubo de ponérselo sobre sus hombros como pudo. Debía caminar, pero no podía, se lo exigían a gritos, pero no debían forzarle demasiado. Era preciso que llegara vivo a su destino, eran las normas, no se les podía quedar muerto a medio camino. La sentencia que habían dictado lo exigía así.
Salieron. La gente se reía de Él o le insultaba.
A aquel leño que cargó, se dirige mi canto, pidiéndole al Señor que sepa coger el mío y cargarlo sin recelos. Canto al del Señor, porque sé que al mío no seré capaz de hacerlo. Y, no obstante mi temor, mi cruz, mi madero, será lo que me identificará con Él. El tronco tosco del dolor, del miedo, de la agonía, me unirá a su salvación. Así es la paradoja cristiana.
No pudo con él. A otro le encargaron que se lo llevase. No sabía porque le habían escogido a él. Era un extranjero, un norteafricano, como tantos que entre nosotros viven. Refunfuñó un poco, pero como no tenía otro remedio, siguió el camino que le indicaron, cargando el leño. Sin buscarlo, sin saberlo, por simple obediencia, el tal Simón, se hizo santo.
El lugar era conocido. Se trataba de una antigua cantera abandonada, seguramente porque la roca que salía ya no era ni dura, ni compacta. Si no sacaban piedras los esclavos, que sacaran escarmiento los condenados, pensarían. Allí ajusticiarían a los reos y los que lo vieran aprenderían la lección: así obraba Roma, con los que merecían castigo, según sus leyes, que estaban convencidos eran las más justas que se habían promulgado.
Le arrancaron la ropa. Todo Él dolorido, molido a palos y desgarrada su piel y amoratada, en muchos sitios, no era capaz ya ni de sentir frío, ni sonrojo alguno. La vergüenza incomoda, pero no duele. A los demás tampoco les importaba como fuera su cuerpo. No se piense eróticamente, este aspecto era desconocido por aquel pueblo. Sentían la morbosa curiosidad de verle sufrir y morir, de eso sí estaban deseosos. De un empujón le derribaron y clavaron sus muñecas en los extremos del tronco aquel. El dolor fue inaguantable, pero no podía evitarlo. Si los brazos no podían moverse se retorcería el cuerpo. Dolor añadido a sus brazos por los consecuentes desgarros de las heridas. 
Salve, tronco que tuviste el triste privilegio de ser instrumento de tortura del Señor. Salve porque aunque tuviste inmovilizadas las manos de Jesús, continuaron siendo benévolas y capaces de bendecir, (decir bien, significa), y de ello todavía hoy gozamos.
Por allí, de siempre, había troncos que nadie se atrevía a robar. Eran malditos, les traería mala suerte quemarlos en su hogar, pues de ellos habían colgado malhechores condenados. A uno cualquiera de ellos le acercaron. Levantaron el travesaño que inmovilizaba sus brazos. Su cuerpo pendía. Le medio sentaron en una especie de cuerno que sobresalía. Los pies se movían agitados frenéticamente. Fue cosa de poco rato. Unos clavos atravesaron los tobillos y aprisionaron sus piernas. Entonces se vio frente a la roca, una cruz acabada y un Hombre a ella sujeto. Nada tan imponente se ha visto, ni se verá nunca.
Pudo hablar o gritar o balbucear. Tenía sed. Pedía al Padre que perdonase a los verdugos. Dudaba ¿por qué me has abandonado?. La gente se reía de Él, pero Él solo veía a aquellos que amaba y no le habían abandonado en aquel instante. También, dotado de divina inteligencia, nos veía a nosotros. Le odiaban, pero procuraba amor para su Madre y para el discípulo predilecto. Le habían ofrecido un narcótico, no lo aceptó, pero no se indignó por ello. A un lado un colega de tortura le insultaba, pero Él se fijó en el otro y le prometió que estaría muy pronto en su compañía gloriosa. Recordando aquellos momentos debemos repetir: Señor, acuérdate de nosotros, ahora que estás en tu Reino. Y, como cuando telefoneamos a lugares lejanos, esperemos en silencio unos instantes. Esforcémonos en escuchar lo que nos llega: sí, tu también, si me eres fiel, estarás conmigo en el Paraíso.
Por fin, todo se había cumplido. Fue entonces cuando como expresión de su heroica confianza le dijo al Padre: en tus manos, en las tuyas que no están clavadas, deposito mi Espíritu. De nuevo la paradoja.
Salve, Cruz entera, mi canto es oración, súplica, por mí y por todos. Instrumento de suplicio era. Tu, Señor, la hiciste de salvación. En ella triunfaste, desde ella nos llamas. Sobre mi cuerpo la trazo cada día, el gesto quiero sea oración. Sobre mi cuerpo muerto, el día que llegue, quiero que una cruz se ponga.