La noche del Sabado Santo: La Vigilia Pascual

San Marcos 16, 1-7: Tener mirada de resucitados

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja



Hay comidas de diversas clases. Se come sin saber casi lo que se traga, cuando uno piensa solo en recobrar fuerzas y continuar el trabajo que corre prisa acabar. Otras ocurren en familia. Lo mejor en este caso es saborear lo que la madre o la abuela ha preparado para la ocasión, saborearlo mientras se comentan loa eventos de la jornada. Hay comidas suculentas, las llamamos banquetes, antiguamente, cuando el hambre era general, ser invitado a uno de ellos, era un gran privilegio. Abundaba la bebida, la juerga y el desenfreno. Hay almuerzos de trabajo. Son prerrogativa, o tortura, de diplomáticos, políticos o empresarios.


Hubo una cena incomparable a cualquier otra. Los comensales, muy pocos, se reunieron a escondidas y en un local prestado. Poca cosa habían preparado. Seguramente, cuando se lo comentaban al Maestro les diría: Dios proveerá, amigos (recordando la respuesta de Abraham a su hijo Isaac). ¿Iba a ocurrir algún portento semejante al que tuvo lugar en el monte Moria? Comentaban ellos. Nadie se atrevía a hacerle preguntas. Le veían emocionado, taciturno, afligido. Y con todo, especialmente cordial.


El Señor siempre les sorprendía, pero nunca se llegaron a acostumbrar. Quiere lavarles los pies, antes de todo. Era un rito de acogida hospitalaria. No es que el invitado llevara roña en los pies, era la arena de los caminos que se metía, arañaba un poco y ensuciaba el alfombrado, al que se debía acceder descalzo. Ahora bien, el que lo practicaba era un criado del anfitrión. En este caso quiso ser Él precisamente. Pedro, testarudo, decía que no, Jesús que sí. Fue preciso que le diera alguna explicación y hasta llegó a amenazarle con retirarle su amistad. Los demás no habían dicho ni mu.


Se sentaron. No faltaba el vino, pero en la mesa poca cosa más había: pan únicamente. Él dijo que era suficiente. No se trataba de hartarse, de llenar la barriga. Aquella noche debían tener el cuerpo ligero, se lo advirtió. Sí, lo que importaba y era mas que suficiente, era aquel pan que Él tenía en sus manos. Aquel pan que solemnemente proclamó que se identificaba con su cuerpo. Debían comerlo. Se lo había anunciado ya un día. Quien no lo comiere, no tendría vida en Él. Se acordaron ahora. Sin entenderlo, por simple lealtad y total confianza, lo aceptaron y se lo llevaron a la boca. Tenía el mismo sabor que los demás, pero algo notaron que cambiaba dentro de lo más interno de su ser.


Tomó la copa en sus manos, la llenó de vino. Les recordó que los antiguos degollaban reses y ofrecían la sangre a Dios. Aquellos días, ellos, los judíos, mataban un cordero untaban las jambas de sus puertas con la sangre del animalito y comían ritualmente, sin romperle ni un solo hueso, tostado al fuego, la carne de la víctima. Pues bien, las cosas habían cambiado, o tal vez seguían igual, pero perfeccionadas. Lo que había en aquel cáliz correspondía a su sangre. Veían ellos que aparentemente nada había cambiado en el recipiente, pero si Él lo decía, así debía ser. Bebieron sin rechistar. De nuevo notaron algo en sus entrañas, sin encontrarle explicación.


Parece que algo más cenaron. La advertencia de que el bocado que le daba a Judas le descubre, lo hace suponer, pero no vale la pena entretenerse en cosas secundarias.


Más tarde fueron descubriendo el significado de aquella Cena. Comprendieron también que se trataba de un alimento y una bebida portentosos. Lo hablaron entre ellos y cada uno aportó sus descubrimientos. Os preguntáis a veces si un niño entiende que es la comunión, o pensáis que alguien no está preparado para recibirla. Creo yo que los apóstoles bastante menos sabían. La misma Santa María, la primera en “comulgar” (comunión equivale a común-unión) tampoco entendía bien lo que aceptaba, cuando en Nazaret dijo sí a Dios. No se trata de saber, es mucho más importante la fidelidad y la confianza.


El Señor estaba triste, pero soñaba esperanzado. Temía lo que se le echaba encima, pero no huía. Empezó a hablar. Habló a su Padre de Él mismo y de los suyos. Su oración era en voz alta. Hablaba de Amor y de Unión. Sentía miedo y les decía a ellos que nada temiesen. Se mezclaban los conceptos, pero no era signo de desequilibrio mental alguno. Estaba perfectamente en sus cabales. Pero les quería comunicar tantas cosas…


Juan, espabilado taquígrafo, cuando todavía no se había inventado tal técnica, nos lo ha trasmitido. Se trata de un extenso legado, no dejéis de leerlo y meditarlo. No le defraudéis.


Marcharon de aquel recinto, situado en la parte alta de la ciudad, hacia Getsemaní. Lo que ocurrió allí es tan importante que os recomiendo que lo meditéis aparte.


(Ya lo veis, la Santa Cena fue una comida rápida, un banquete, una reunión de trabajo. Duró seguramente poquitas horas, no obstante, sus consecuencias aun hoy perduran.)

PRECISIONES MARGINALES

El ámbito del Cenáculo está autentificado por la arqueología. Corresponde casi exactamente con el que visita el peregrino. La sala alta que vemos detrás de una ventana interior, sería la mayor parte del espacio. Donde nos situamos cuando vamos, sólo un trozo formaría parte del recinto. La comunidad judeo-cristiana de Jerusalén se apropió del lugar, era donde se encontraban para sus celebraciones. Pero esta comunidad, fustigada por Pablo, quedo marginada y era ignorada por los que acudían a Jerusalén. Desapareció, pero quedaron las piedras, que son capaces de hablar en silencio. Lo que es evidente es que la bóveda, gótica, y las paredes son de época de los cruzados. Injustamente se ha apropiado del recinto la autoridad israelí. En la planta baja se situaría el domicilio del anfitrión amigo, que les dejó habitación. En este “pequeño Cenáculo”, se puede celebrar misa y se es muy bien acogido por la comunidad franciscana.