Solemnidad: La Santísima Trinidad, Ciclo B.
San Mateo 28,16-20Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja
Una de las cosas que asombran de la piedad
litúrgica judía, es su repetitivo sentido de la alabanza. Baruj… es una
expresión que se repite una y mil veces. Significa: Él es bendito o, de otra
manera, bendito seas. En esta venerada religión, cuando muere el padre de
familia, su hijo mayor, recita junto al cadáver, antes de enterrarlo, el Kadish.
Se trata de una oración de alabanza a Dios. Por lo que he leído, y por la
pequeña experiencia que tengo de trato con los que decimos son nuestros hermanos
mayores, resultan ser momentos de gran emoción. Me he encontrado con algún joven
que me ha dicho: no soy practicante, pero cuando mi padre murió, le dije el
Kadish y es cosa que nunca he olvidado.
Os he dicho esto, mis queridos jóvenes lectores, para orientar esta reflexión.
A menudo, respecto a Dios, tenemos la idea de que es un ser que manda, prohíbe y
dirige, a lo sumo, también alguien al que se puede acudir a pedir cosas. No seré
yo quien lo niegue, pero si uno tiene únicamente una tal opinión, es muy pobre
su pensamiento. Volviendo a los judíos. En sus plegarias, lo comprobaréis en los
salmos, que también son oraciones nuestras, se acude con frecuencia a recordarle
las maravillas realizadas con su pueblo. Asombrados por tal proceder, se le
habla de las realidades cotidianas, de los acontecimientos. Se le recuerda su
amor, para atraer su benevolencia. Y de aquí sacarán los rabinos muchas
consecuencias doctrinales, pero lo importante e indispensable es lo primero.
Los cristianos que, como os decía antes, también hacemos nuestros sus libros
sagrados, a los que llamamos Antiguo Testamento, recibimos la herencia de las
intuiciones reveladas de sus profetas, pero les añadimos las confidencias del
Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo. Este sí que es predilecto hermano mayor
nuestro. Y es aquí a donde quería llegar y desde donde quería que partiera mi
mensaje.
Seguramente que os habréis encontrado algún día, que habéis conocido a una
persona que os interesaba y le habéis manifestado vuestra admiración. Si habéis
sabido hacerlo y él era de calidad humana, vuestra actitud la habrá recibido con
simpatía y hasta os habrá querido introducir el la “rebotica de sus
interioridades”. Os puede haber enseñado los trofeos que guarda de cuando era
joven, o sus colecciones de sellos, de monedas, o de cromos. Os habrá mostrado
una antigüedad que conserva y que no se atreve a enseñar más que a los íntimos,
¡quien sabe cuantas cosas habréis visto que nunca hubierais imaginado podríais
contemplar en toda la vida! Al salir de la casa del que ya os sentís amigo, pues
él mismo os ha llamado así, os sentís fascinados, deseosos de contarlo a los
amigos de confianza, ocultándolo a los ignorantes, que tal vez lo escucharían
con sorna.
Yo no sé si os ha pasado algo como lo que os he contado, pero seguramente
habréis entendido el ejemplo.
A los hombres escogidos, nos ha pasado algo semejante. Hemos entrado en la
intimidad de Dios. En lo más sublime de la Trascendencia. Una tal situación,
dicen que la buscan posiciones orientales, mediante ejercicios de superación,
dominio, ayunos, compasión, oraciones monótonamente repetidas. Seguramente que
ya habéis imaginado que pienso en ámbitos budistas, sin quererlos definir con
exactitud. Pues bien, sin despreciar tales prácticas ascéticas, nosotros los
cristianos, podemos penetrar en la intimidad de lo Trascendente, de Dios,
mediante la oración a Jesucristo y la recepción de los sacramentos.
Desde esta intimidad, descubrimos muchas cosas de Dios y tratamos de
recordarlas, aunque lo importante sea conservar su amistad. Os pondré de nuevo
un ejemplo. Ayer mismo conocí a un señor ilustre. Se refirió en un momento
determinado de la conversación, a sus publicaciones, a las academias de las que
era miembro correspondiente, a los honores recibidos. A final, cuando le pedí
que me diera sus referencias, me contestó: mira no te voy a poner nada de lo que
te he contado, te escribo mi dirección y basta. Allí me podrás encontrar y allí
te ayudaré si me necesitas.
Acabo sucintamente con el título, con aquello que es lo más importante. La
Trascendencia es Dios. Quiero decir, un ser personal, comunicable. En sus
encuentros con nosotros, nos ha enseñado que es “abba” o sea Padre, o mejor,
papá, o papaíto. También es Hijo, que resulta que a nuestra humanidad le ha
tocado la suerte de tenerlo como compañero, acampó entre nosotros, dice el
evangelio de San Juan, También es Espíritu, y un espíritu inquieto y generoso,
que no ha querido existir alejado, que no está aburrido, que es fundamentalmente
amor, vigor, luz, vida.
Pienso y deseo que a Dios le haya complacido lo que he descrito de Él. Me tocó
estudiar estas cuestiones, pero de otra manera, cuando cursé la carrera
eclesiástica. Recuerdo muchas cosas, otras las olvidé. No importa demasiado, es
algo así como un enamorado que puede ignorar el número del DNI de su amada, o el
dibujo de su huella dactilar, o su historial clínico. Lo que le importa es saber
entenderse, gozar del atractivo de su figura corporal, enriquecerse con su
simpatía, gozar de su amor, tener bellos e interesantes proyectos mutuos.
Si celebramos la fiesta de la Santísima Trinidad, es que somos confidentes de
Dios. Esto es asombroso, fascinante, deslumbrante, despampanante. Tonto el que
lo lea, lo entienda, y no salga corriendo a gozar de felicidad.