XXV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B
San Marcos 9, 30-37:
De candor envidiable

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Mis queridos jóvenes lectores, os escribo con la mente fatigada. Nos hemos despertado en Jerusalén y de inmediato nos hemos desplazado a Hebrón, a visitar las tumbas de los patriarcas y matriarcas. También hemos pasado un buen rato en el desolado paraje de Mambré. Del episodio narrado por la Biblia, que cuenta lo que ocurrió aquí, se han inspirado tantas composiciones artísticas. Recuerdo un bello mosaico en Rábena, una deslumbrante pintura de Marc Chagall, en Cannes, y las múltiples reproducciones del icono de la Trinidad del Antiguo Testamento. Hoy he disfrutado de lo lindo, pero no siempre acabo el día así. De cuando en cuando, tengo la sensación de que todos los que me rodean desconfían de mí. Algunos se aprovechan de mis fallos para desacreditarme y ofenderme.

 

 

 

 

 

 

 

 

Son momentos de prueba, de dificultad espiritual. Cuando uno escoge la sinceridad y pretende ejercer de atrevido profeta, sufre derrota, roza el fracaso. Todo se le hunde, pero debe aguantar, recordar, a sí mismo convencido, que Dios no le abandona, aunque no tenga la sensación de su presencia. Algo de esto nos sugiere la primera lectura. El autor inspirado piensa en un futuro Mesías. Nosotros reconocemos que anuncia lo que le sucederá a Cristo. En nuestra experiencia a veces dolorosa, de la que antes hablaba, reconocemos nuestra incorporación a su pasión. Y recobramos el coraje valiente.


Santiago es muy concreto, no teoriza divagando. El mal del mundo es consecuencia lógica de nuestro mal hacer. El pecado personal, aun el más oculto, ensucia el mundo. Existe con frecuencia gran corrupción en el ámbito de los poderosos. Nuestro pequeño mal hacer, contamina y facilita el gran mal hacer de los grandes malos hombres. Guerras y quiebras fraudulentas, se originan en minúsculos malos vicios personales. Es tan concreto y claro el sentido del texto, que no me atrevo a añadir nada más.


Os decía al principio que paso unos días por estas tierras que un día Jesús pisó. Caminó Él más que nosotros, por mucho que nos toque ir de un sitio a otro. Pero Él no podía tomar un taxi, cosa que nosotros hacemos de cuando en cuando. Ya os lo he dicho otras veces, que las películas que narran la vida del Señor, nos lo presentan, generalmente, como un inquieto trotamundos. El texto del evangelio de la misa de hoy, nos dice explícitamente que intimaba con sus discípulos, que se preocupaba de instruirlos, que no era un despreocupado de los que le seguían. Era el Maestro por excelencia. Ahora bien todos los que hemos ejercido la docencia, sabemos que la mayor satisfacción consiste en enseñar al que no sabe y quiere aprender, pero exactamente hay que afirmar, que el mayor suplicio es pretender enseñar al que no presta atención, al que no le interesa aprender. Es lo que le ocurrió a Jesús aquel día.
Quiso el Señor desvelarles algo de lo que se le avecinaba y al cabo de un rato se enteró que no le habían querido escuchar, enfrascados como estaban, en cavilar quien era el más importante. Como veis eso de fardar y ambicionar viene de antiguo.


Un niño al que nadie ha corrompido, es el ser más maravilloso que uno pueda encontrar. En realidad, cada uno de nosotros, cuando lo éramos, también gozábamos de candor e ingenuidad admirables. Pero después hemos ido ahogando aquello que ennoblecía nuestro comportamiento. Es preciso recobrar el niño que llevamos dentro. Es el mejor antídoto para no dejarse ensuciar espiritualmente. Pero es que cada criatura está impregnada del cariño de Dios. De aquí que el acogerla es albergar al Señor que nos enriquece.


No se trata de ser inmaduro irresponsable. Hay que atreverse a vivir sin malicia, sin desconfianza, sin engaño. Es entonces cuando uno se siente impregnado de Dios.