Solemnidad: Jesucristo, Rey del Universo
XXXIV Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B.
San Juan 18,33b-37:
Erótica del poder

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

¿Existe? Yo tengo la impresión de que no. Que quien tiene poder y nada más, lo que tiene miedo es a perderlo. Y su situación no le hace feliz, aunque lo aparente. Aprender y saber, son riquezas de las que muchos no gozan. Lo peligroso no es el ignorante que lo es a la fuerza, porque nació y vivió pobre, de dinero y de estudios y que ni siquiera sabe que es ignorante, el tal puede ser envidioso, pero no altivo y peligroso. Lo malo es el que nunca se ha preocupado de aprender, porque ha ambicionado el poder, el mando, la capacidad de prohibir y castigar. Este, cuando se encuentra con quien es sabio, sin pretender mandar, se siente humillado y su única salida es el castigo.
Por lo que nos dice el evangelio y tradiciones paralelas Pilatos no era un dechado de cultura y erudición. Era un gobernador, un militar romano, que para colmo ejercía en un lugar donde no era apreciado. Encargado de mantener la paz, que en su caso consistía en que fuera reconocida la autoridad y dominio de la ciudad de Roma y se recibieran los correspondientes impuestos imperiales. Vivía en Cesarea, de clima un tanto benigno, y se trasladaba a Jerusalén, la capital, para sofocar la más mínima revuelta popular. Ni reconocía otra autoridad que no fuera la suya, ni simpatizaba con nadie que pudiera tener algún indicio de ella. Pasaba de todo lo que pudiera tener o gozar el pueblo judío y no pretendía otra cosa que mantener la calma. No importaba que para conseguirlo debiera acudir a medios o decisiones injustas. Él era el poder en persona y que nadie se lo disputase.


Jesús había tenido tiempos de gloria. Ciertamente que esto fue en tierras del norte, donde prácticamente había vivido siempre. Huyó en estas ocasiones de cualquier tipo de homenaje. Cuando pretendieron elegirle rey, se escabulló. Desde el primer episodio del milagro del vino, en las bodas de Caná de Galilea, donde discretamente “hizo mutis por el foro”, hasta la resurrección de Lázaro, en cuyo acontecimiento obró también con serena sensatez, siempre fue prudente. El pueblo recordaba al rey David, al emperador Salomón, y elogiaba también a algunos de sus sucesores, Se sentía orgulloso de ellos y era consciente de que los podía parangonar con otros dignatarios de países vecinos. Hacía tiempo que no gozaban de ser dirigidos por alguien que se asemejara a estos soberanos míticos. En la mente del pueblo estaba latente este deseo. Esto ocurría en la alta y la baja Galilea, tierra rica en cereales, con aires de independencia siempre. Alejada de Jerusalén, centro exclusivo de la religiosidad judía, ya que los intentos de los templos rivales de Dan y Betel, no habían cuajado.


Jesús tuvo el capricho, o fue intencionadamente adrede, de trasladarse al sur, a Judea. Era reconocido rabí, sin saber demasiado aquella gente de donde le venía el título. Tenía la osadía de entrometerse en sus cosas, cosa que enojaba a los notables. Que si los fariseos no eran fieles a lo que alardeaban, que si los saduceos sofocaban la esperanza, que si la autoridad permitía el comercio dentro del Templo, y Él los expulsaba con decisión y hasta una cierta violencia, que si provocaba milagreando en sábado o les desprestigiaba resucitando en sus morros a un hombre importante de la vecina Betania. Seamos sinceros, no se destacaba por su prudencia. Era fiel, honrado y audaz. Había sabido ganarse el amor de los sencillos, provocando con ello el enojo de los poderosos.


No, Jesús nunca pretendió granjearse el favor, la simpatía y lograr dominio entre las gentes. Y esto a aquellas autoridades, que cualquier excusa la aprovechaban para prosperar, les irritaba. Decidieron acabar con Él. Empezarían por tenerlo prisionero, que perdiera contacto con las gentes, era imprescindible. Después ya encontrarían la manera de eliminarlo. No hay que dar detalles. Vosotros, mis queridos jóvenes lectores, recordáis como ocurrió todo, ya que habréis celebrado la Semana Santa más de una vez, amén de leído el Evangelio y visto películas al respecto.


La autoridad del pueblo acude a la autoridad de Roma para deshacerse de Él. No tiene medios Jesús para escapar, hasta los más íntimos amigos suyos le han abandonado. Está solo, tremendamente solo. Y para colmo, sometido a tortura, machacado a golpes, humillado, insultado, puesto en manos de ignorantes aburridos, cuyo goce no puede ser otro que la burla. Y en esta situación se le ocurre declararse REY. ¿se la han cruzado los cables? Como se dice hoy. ¿ha perdido el juicio? Sería más fácil pensar. Pues no, ni retrocede, ni se asusta. Afirma que podría defenderse, pero lo hace sin arrogancia. Así es nuestro rey, que poco tiene que ver con los que entre nosotros llevan tal nombre.


Vuelvo al principio. Cuando un hombre posee autoridad, pero carece de calidad humana, se siente ofendido ante la sabiduría de otro. Pilatos, que tiene en sus manos a Jesús, está incapacitado para proseguir por los caminos que le insinúa: la búsqueda de la verdad. Huye y cobardemente claudica ante aquellas autoridades judías, que precisamente está obligado a dominar. Le han nombrado gobernador y deja que gobiernen ellos. Manda a la muerte a aquel buen hombre, que es un hombre bueno y que hasta su esposa, desde la sombra, le ha recomendado que obre respecto a Él con cautela y benignidad.


Soy REY. ¿que clase de rey? debemos preguntarnos. Más bien, debemos aprender. Sus valores, la escala de valores de Jesús, descubriremos que no es la nuestra y debemos hoy apresurarnos a elaborarla de nuevo, de acuerdo con su testimonio y enseñanzas. Eso si es que teníamos una escala de valores.
Cuando uno contempla el proceder de Jesús, no puede menos que recordar aquello del “si” de Kipling. Si tropiezas el triunfo, si llega tu derrota y a los dos impostores tratas de igual forma…


Sí, contemplando hoy a Jesús en la situación que nos describe el evangelio del presente domingo, nos damos cuenta de que muchos de nuestros criterios deben cambiar y muchas de nuestras ambiciones deben ser sofocadas.


Ya lo veis: Cristo Rey, no tiene nada que ver con tantos que a través de la historia se han atribuido este nombre. Os digo ahora en confianza, mis queridos jóvenes lectores, cuando me acerco al sagrario a rezar, reconociéndole mi señor y amigo, a rezarle por muchos, también por vosotros, no se me ocurre nunca decirle: ¡hola Rey!. Me suena a poco y a ridículo el calificativo.