IV Domingo de Adviento, Ciclo C
San Lucas 1,39-45: Familia, amistad, fidelidadAutor: Padre Pedrojosé Ynaraja
María entonces tendría doce años. Dado que, como os he explicado otras veces, ni anatómica, ni culturalmente, existía la etapa que llamamos adolescencia, es decir que de la segunda infancia se pasaba directamente a la primera juventud, debéis imaginaros que parecería una joven actual de unos 19 años. Se le había comunicado una noticia inefable, se sentía objeto de la predilección divina y gozaba con ello. Comunicar un secreto, hacer una confidencia a alguien, son señales de confianza y de cariño. Ahora bien, en el interior de la persona que lo recibe, se genera un conflicto. Guardar en el interior es un privilegio, pero no poder comunicarse con alguien que te entienda, se hace difícil. Y María no era diferente de las demás personas. Ya que se le había confiado que su pariente, hoy la llamaríamos tía segunda o tercera, también era depositaria de un mensaje relacionado con el suyo, decidiría compartir sus cuitas con ella.
Os puede extrañar que una jovencita parta sola hacia un pueblo lejano. Os lo
vuelvo a repetir: su cultura era diferente de la nuestra. Ella ni sabría leer,
ni mucho menos escribir. No tenía noción del número cero, ni estudiado
geografía. Sabía moler grano y pasarlo por el cedazo, amasar la harina mezclada
con agua, añadir levadura a la pasta y dejarla fermentar unas horas en ambiente
cálido, para meterla más tarde en el horno. Sabía tejer en el pequeño telar
vertical doméstico, piezas sencillas de tela, recoger el jugo de las aceitunas
prensadas y decantarlo y almacenarlo en ánforas o silos. Sabía muchas cosas que
vosotros, mis queridos jóvenes lectores, ignoráis. Era decidida, honrada y fiel,
como vosotros podáis serlo. Aunque, sin duda, os ganaría en este terreno. Por el
camino sentiría impaciencia y los nervios atenazarían y revolverían sus
pensamientos. No hay que olvidar que su Fe era humana y que, como la nuestra,
los teólogos digan que es esencialmente oscura. Los más de cien kilómetros que
debió recorrer, serían una buena prueba para su coraje.
Seguramente no seguiría el camino más directo, el que pasa por tierras
samaritanas. Lo más probable es que bajara a la cueca del Jordán y caminara con
su borriquillo, hasta llegar a Jericó y desde allí subir a Jerusalén, para
llegarse a la vecina población, distante unos pocos kilómetros.
La tensión que sufriría por el camino, acabaría en el encuentro con Isabel. Sus
miradas se cruzaron y sus corazones se fundieron. En el lenguaje coloquial de
hoy, diríamos que desde el principio, hubo buena química entre ellas. Se
abrazaron y la anciana se adelantó a hablar. María se daría cuenta de inmediato
de que con ella podría fácilmente intimar y comentar los proyectos que Dios
tenía sobre ella y que no llegaba a comprender.
A los ojos de la gente, el prodigio residiría en Isabel. Que una chica estuviera
encinta, era común en aquel tiempo. Lo insólito, era que la viejecita, esposa
del sacerdote Zacarías, lo estuviera. Recordaría ella, que algo semejante le
había ocurrido a su antepasada Sara, esposa del patriarca Abraham, cosa que la
regocijaría. Según se cuenta por aquellas tierras, sentía cierta vergüenza de su
estado de buena esperanza, como vulgarmente se dice, por lo que la visita de
María, otorgaba paz a su interior. Un interior que había sufrido la congoja de
ver como pasaban los años, sin conseguir descendencia. Satisfecho su impulso
maternal, ahora se le añadía la visita de la madre del Señor, del Dios a quien
su marido servía en el templo de Jerusalén y que, tozudo que era él, no había
sabido escuchar con confianza. La mudez del esposo también la enojaría. Ahora su
intuición, o ¿acaso se trataba de una revelación particular?, le evidenciaba
quien era la que la visitaba y de inmediato, pensó que en ella podría depositar
también sus cuitas. La visitación no fue un simple encuentro, fue un momento de
gran calado espiritual para las dos.
Quisiera que ahora, mis queridos jóvenes lectores, vosotras especialmente, os
preguntarais: ¿me hubiera comportado yo como lo hizo ella? ¿Sé compartir y
servir, comunicarme, comprender y agradecer a los demás y a Dios, como lo hizo
María?
ANOTACIONES MARGINALES. El texto no dice de qué población se trataba. La
tradición ha señalado que era Ein-Karen, a unos 4Km entonces de Jerusalén. Hoy
forma parte de la metrópoli que la ha anexionado. La arqueología lo confirma y
creo que nadie pone en duda que se trataba de esta localidad. Cuando el
peregrino llega, si tuerce a la derecha, a pocos metros encuentra una iglesia
donde, en el altar de la cripta, una inscripción le informará: aquí nació el
Precursor. Volviendo al cruce y doblando a la izquierda, el viajero pasa por una
fuente que sin duda fue a la que iba la Virgen a buscar agua, de aquí que se la
llame Ain-sitti-Miryan (fuente de la señora María). No podía ser de otra manera,
es la única de la localidad. Llega por fin a lo que serían antiguamente las
afueras del pueblo, allí donde viviría medio escondida Isabel, contenta y
vergonzosa a la vez, y donde la encontró María. Fue allí donde se pronunció el
Magníficat. A cierta distancia, tal vez un kilometro, cerca de un manantial de
agua purísima, próximo a una iglesita preciosamente decorada, se encuentra otra,
austera, solitaria y silenciosa. En su interior no hay nada más que un sepulcro,
el de Santa Isabel. La mayoría de peregrinos ignoran este rincón. Por mi parte,
desde que lo descubrí, no me lo pierdo nunca, aunque carezca de
espectacularidad. Por el camino encuentro, recojo y como con emoción, alguna
algarroba, ya que en muchos sitios, a este fruto en leguminosa, se le llama
precisamente el “pan de san Juan”.