II Domingo de Cuaresma, Ciclo C.
San Lucas 9,28b-36. Experiencia mística

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Hace pocos meses, viajando por aquellas benditas tierras santas, equivocamos nuestros cálculos, de manera que al llegar a la cima del Tabor, la basílica ya estaba cerrada. Pasaban pocos minutos de las cinco de la tarde y no teníamos programado aquel día ninguna otra visita. Lo que para un turista hubiera sido un fracaso, para nosotros resultó la oportunidad de caminar tranquilamente, sin rumbo fijo, por la ovalada cumbre. Descubrimos edificaciones y algunos monumentos, me fijé yo especialmente en las encinas peculiares de esta montaña. Íbamos juntos o nos separábamos, sin ningún propósito concreto, disfruté de lo lindo. Pensaba que algo así viviría Jesús, cuando un día llegó a la cima con sus más íntimos amigos: Pedro, Santiago y Juan. Seguramente eran los días de sukot, cuando los israelitas los pasaban viviendo en cabañas. Ellos, en la ocasión a la que me referiré, no las construyeron y se les hizo de noche. Los apóstoles se quedaron dormidos, pero el Señor, como tantas veces hacía, aprovechó el silencio y la soledad de la montaña, para entregarse a la oración.


El episodio que cuenta el evangelio de Lucas que proclamamos este domingo, es contado también por Mateo y Marcos, cada uno pone el acento en un aspecto. Hoy contemplamos al Maestro que, sumergido en profunda meditación, se le iluminan místicamente los proyectos que el Padre le tiene preparados. Goza de unas facultades prodigiosas, que nosotros llamamos transfiguración y Él, el Hijo de Dios, comparte con dos grandes personajes: Moisés y Elías. Esta compañía les descubre a ellos, los compañeros de excursión, la importancia que tiene el Maestro y asombrados lo primero que reconocen es que no han sido fieles a sus ancestrales tradiciones y, de inmediato, quieren corregirse, proponiéndole hacer tres cabañas… su buena fe atrae la simpatía del Padre Eterno, que los incorpora a la situación trascendente, envolviéndolos a todos ellos en una misma nube. Se oye entonces una voz que se les dirige y dice: este es mi Hijo, escuchadle. Frase sencilla, pero definitiva y suficiente. Nos ha llegado este mensaje a nosotros y debemos meditarlo. Jesús no es un cualquiera. Ni el más importante premio Nobel, le llega a la suela de su zapato. Ni el artista, futbolero o campeón olímpico, se le parecen. Si nos encontráramos un día con algún personaje de la talla que mencionaba, con seguridad desearíamos fotografiarnos con él o le solicitaríamos un autógrafo. Recapacitemos por unos momentos, para nosotros, la posibilidad del encuentro con el Señor no es casual, está al alcance de todos. Nuestro Tabor es el altar, la nube que nos incorpora penetrándonos, es la comunión eucarística. Es preciso que tratemos de vivir la misma experiencia de Jesús arropándonos en el silencio, si deseamos oír lo que el Padre desea comunicarnos a cada uno de nosotros. Al Maestro se le anunciaron cosas que a muchos les hubieran hundido en profunda depresión, Él las aceptó y bajó de la montaña, sin huir a tierras extranjeras. El rumbo que le señalaba el Padre pasaba por Jerusalén, pues allí iría. Había gozado de la compañía de los dos grandes profetas de la antigüedad, mientras le confiaban el proyecto, ahora disfrutaba de la amistad de Pedro, Santiago y Juan, sinceramente de no tanta categoría, pero algo es algo, debería pensar, mientras iniciaba pausadamente la bajada de la montaña, camino de Jerusalén.


Os invito a examinaros a vosotros mismos ¿qué momentos de vuestra vida han tenido una trascendencia que pudiera semejarse en algo a la del Tabor? ¿Fue el primer día que comulgasteis? ¿Fue un momento que os sentisteis liberados de un grave peligro? ¿Fue un día que alguien os declaró su amor? ¿Fue el inicio maravilloso de una sincera, noble y generosa amistad?


La lectura primera es asombrosa. Para vislumbrar un poco su enseñanza, es preciso haber experimentado la solemnidad del desierto. Es necesario también, haber abandonado el goce caprichoso de tantos cacharritos que tenemos y entregarnos una noche de verano, en un lugar de gran visibilidad del firmamento, sea la cima de una montaña o la inmensidad de una llanura, a mirar, tendidos en el suelo, a las estrellas. Hay que olvidar lo poco, o lo mucho, que uno pueda saber de astronomía. Ignorar el nombre de los astros o de las constelaciones. Simplemente: contemplar. El firmamento es tan misterioso como el fuego. Contemplando a ambos sin prisas ni retóricas, le pueden llegar a uno, mensajes misteriosos, que quizá marcarán el destino que deberá dar a su vida.


Abraham era de otra época y necesitó el esfuerzo de ofrecer unas aves y unas reses, a nosotros se nos pedirá algo más barato, pero tal vez más difícil de conseguir: el silencio interior. Si notamos que nuestro espíritu se embarga en el asombro, es que Dios tiene proyectos escogidos que ofrecernos. No perdamos la ocasión, no los perdamos. Sin entendernos a nosotros mismos, sin tener pruebas, sin saber hacia donde nos quiere llevar Dios, dejémonos poseer por la Esperanza. Dejémonos conducir por las sendas del Señor, que resultarán ser la más apasionante aventura, la más tierna experiencia, la más enriquecedora vida, que podamos imaginar.