Moisés

Autor: Padre Pedrojosé Ynaraja

Libro: En torno a Adviento y Navidad

 

 

1.- REFERENCIA BÍBLICA  Ex. 2-3 y 34 1-12 

 

2.- RELATO SIMPLE

 

Al país de Egipto, de gran poderío militar y perfecta estructura social, llegó antiguamente un grupo de familias beduinas que se establecieron en el lugar y se dedicaron a trabajos agrícolas, no obstante ser ellos de tradición ganadera. Prosperaron tanto que los mismos egipcios temieron que estos advenedizos pudieran un día arrebatarles el poder. El Faraón ordenó medidas drásticas de control de natalidad: todo niño nacido de los hebreos debía ser asesinado inmediatamente. A las niñas se les perdonaba la vida en función de que, destinadas a servicios domésticos o esclavas sexuales, no representaban ningún peligro. Pero nació un día un niño cuya madre no estaba de acuerdo con la orden de exterminio, así que decidió, como primera medida, esconderlo en su casa y llegado el día en que era imposible continuar ocultándolo, acudió a la estratagema de fabricar una cestita con juncos embadurnados con pez y depositarla entre los cañaverales del Gran Río. Poco tiempo después se acercó la princesa a bañarse y observó a la criatura, le hizo gracia, y se la llevó a su casa, como quien se lleva un perrito abandonado, pero por tratarse de un humano, procuró para él una buena educación.

 

El niño creció, sin ignorar su origen, pues, cosas del destino, del amor familiar o, hablando en propiedad amores predilectos de Dios, fue criado por su madre ejerciendo no de ello sino de nodriza. Así que el chico se sintió siempre solidario con los de su pueblo, cosa esta que le supuso serias dificultades con los egipcios y hasta con sus mismos hermanos de raza, que, envidiosos, no les hacía ninguna gracia que uno de los suyos tuviera una situación social y económica tan privilegiada. Decidió un día huir al desierto, que lo tenía a la puerta de su casa, buscar allí ocupación honrada y esposa para matrimoniar. Se hizo pastor, como lo fueron sus ilustres antepasados, de los que tanto había oído hablar y engendró hijos, como es de rigor.

 

En sus andanzas con sus rebaños por el desierto observó un día una zarza que ardía pero que nunca se apagaba, fue a ver el prodigio, se acercó y oyó entonces una voz, voz de Dios, que le decía que era necesario que se hiciese caudillo de su pueblo, que lo sacase de Egipto, de su situación de esclavitud y que lo llevase al desierto. Moisés encontró dificultades cuando quiso cumplir este proyecto, pero Dios le favoreció en la gestión de esta empresa tan querida para Él, provocando grandes calamidades colectivas que perjudicaron a sus enemigos. El Faraón, harto ya de molestias y acobardado por la última plaga que le hirió en su misma familia, ya que provocó la muerte de su hijo mayor, les dejó finalmente marchar al desierto.

 

Moisés condujo a los suyos hasta un paraje, en el desierto del Sinaí, muy montañoso donde había un llano al pie de una gran cumbre. Subió un día a esta cima y allí pasó por una intensa experiencia mística. El Señor por su medio, y protocolizándolo en dos grandes losas donde había escrito su ley, estableció una alianza por la cual declaraba que aquella multitud era su pueblo preferido. Hizo un pacto: mientras Él fuera su Dios, ellos serían sus predilectos, sus gentes mimadas.

 

El pueblo se movió por el desierto, guiado por Moisés y su hermano Aarón, secundados ambos por los jefes de tribu. Fue una marcha larga, de beduinos que aquí llegan y se quedan, mientras el ganado encuentre comida y cuando la tierra está tan completamente pelada que ni las cabras encuentran sustento, levantan las tiendas, las cargan a lomos de los animales más grandes y fuertes y se van a otro sitio, donde encuentren agua y hierba, o por lo menos matorrales y algún humedal y excavar un pozo, que es lo imprescindible para un pastor.

 

Moisés llegó a una montaña y el Señor le enseñó un país que manaba leche y miel, según el decir de los antiguos, un territorio con flores, abejas, pastos abundantes para el ganado vacuno y ovino: el país que había prometido a sus ancestros, el que después se llamaría Israel. Y entonces, satisfecho de una labor bien realizada, murió en paz. A pesar de que sepamos que esto ocurría en el monte Nebo y que fue enterrado cerca del lugar, ninguno de los que intervinieron en el sepelio quiso dar noticia de ello. Esta ignorancia tiene ventajas, ahora nadie puede apropiárselo. Moisés será para siempre caudillo que ayude a la salvación de todos, sin exclusivismos partidistas.

 

 

3.- RELATO "NAIF"

 

Nadie en Egipto sabía de dónde demonios había salido aquel pueblo hebreo que vivía junto a ellos, pero que no era de los suyos. Únicamente estos lo habían aprendido y custodiaban con esmero antiguos recuerdos y tradiciones que los egipcios desconocían, aunque para ser sinceros hay que decir que nadie se las creía del todo. Estaban orgullosos de su alcurnia, añorando el país de sus antepasados, arañando la tierra de sus opresores, inclinados hacia ella, como un esclavo que reverencia a su señor. Siempre hablaban de su origen y de que a aquel terruño debían volver, cosa que no les granjeaba la simpatía de aquellas gentes que apreciaban su ejército, sus pirámides, su Gran Río, sus dioses y sus riquezas. Estas gentes forasteras adoraban a un solo Dios, y con él ya era suficiente y añadían que les aportaba total protección. A los vecinos de aquella tierra, el constatar que aquellos extranjeros crecían manteniendo su independencia, les molestaba mucho y se preguntaban ¿qué se han creído?, pronto querrán ser los amos y señores del país y mandar sobre nosotros y hacernos, a su vez, esclavos.

 

El Faraón un día tomó una drástica decisión y la publicó en todo su reino: hay que suprimir de raíz a este pueblo, que vive entre nosotros pero no es de los nuestros. Los niños que nazcan deben ser ejecutados inmediatamente. Las niñas no hace falta, las niñas pueden crecer, servir de criadas o procurar sus peculiares placeres a quien se le antoje.

 

Sucedió que una madre, una mujer del pueblo hebreo, que además de ser madre era espabilada, tuvo un hijo. Al principio lo escondió en su casa y cuando ya sabía sonreír con aquella carita que solo saben poner las criaturas, se lo llevó al Nilo y se ingenió para que lo viera una princesa, pues estaba convencida, como nosotros también lo estamos, de que una joven noble es incapaz de dejar morir a un bebé. Ocurrió tal como lo tenía planeado y fue así como entró en Palacio, lo mismo hay que decir de los ocultos propósitos de aquella buena mujer: convertirse en la nodriza de su propio hijo, ¡Vaya que esto sí que es tener suerte! . Recibió el nombre de "salvado de las aguas" por cómo lo habían encontrado y esta frase en la complicada y jeroglífica lengua de aquel país, se resumía en una sencilla palabra: Moisés, así de corto. Al chiquillo no le faltó alimentación, vestido y educación, tal como correspondía a la alcurnia de su protectora. Pero los niños crecen y cuando se hacen mayores ya no les interesan las princesas, a no ser que puedan matrimoniar con ellas, y este no era el caso. Hay que advertir que el joven no ignoraba su adopción ni que era de origen hebreo, y de aquí que empezase a hacer de las suyas: es decir, cosas justas, buenas y correctas, pero que no caían bien en su entorno. No sé si me explico bien, tal vez se entienda mejor si digo que se sintió un quijote sin Dulcinea, y ya se sabe que por valiente que sea un caballero andante, es un hueso dislocado en cualquier lugar donde aterrice. Así que después de alguna escaramuza más o menos bien resuelta, le tocó tomar las de Villadiego y se fue al desierto.

 

¡Es mejor tener suerte que ser gracioso! dice la gente; algo así se podría afirmar de Moisés. Entre aquellas rocas, arenas y montañas, encontró rebaño y esposa. ¿Qué más podía esperar? Tampoco se podía quejar la familia de su mujer: le ayudó a tener un buen patrimonio y él, que era inteligente, se las apañó para vivir bien y engendrar hijos. En el Sinaí muy pocas cosas vivas puede uno encontrar: algún matorral de retama, la planta sagrada del beduino, alguna aliaga, alguna acacia del desierto, que más parece el esqueleto de un árbol que otra cosa, y, si algún ser vivo intruso se mete y extravía, al poco acude por tierra el chacal y la hiena o el buitre por el aire. Os lo digo porque más de una vez he caminado muy entrada la noche por esos asombrosos e inmensos lugares. ¡Perdón! Me había olvidado de mencionar a la gran señora de aquellos parajes: la palmera esbelta como un junco y fuerte como un roble, que señala que por el lugar se puede encontrar agua o, por lo menos humedad, que da sombra acogedora y que sus frutos son tan sabrosos que se explica que un beduino es capaz de subsistir comiendo diariamente tan solo cinco dátiles.

 

Un día llamó la atención de Moisés una zarza que ardía y ardía sin apagarse nunca, cosa que le intrigó mucho y decidió acercarse. ¿De dónde habría salido el fuego, se preguntaba, si no había habido una tormenta seca aquellos días? Caminaba pausadamente, mirando el fuego y a la lejanía, fijándose en el prodigio y preguntándose por el significado. El hombre del desierto es un ser de vida interior, familiarizado con el misterio, de otro modo no podría aguantar aquel paisaje silencioso e inmenso y huiría a trabajar la tierra, haciéndose esclavo de un lugar y no libre trashumante como el beduino del desierto, labrarla es humillante pero  preferible a la locura. Cuando estaba próximo al prodigio escuchó una voz que le decía que debía descalzarse, pues nada profano como las sandalias debía tocar aquella tierra que era santa; después le dijo la voz que le confiaba una misión importante. Que recordase que por algo se había salvado dos veces de la muerte, al nacer y el día de aquella  pelea en Egipto, que de haberse enterado el Faraón le hubiera costado la vida. Si prodigiosamente se había salvado, ahora prodigiosamente debía él salvar a su pueblo. Moisés tenía la sensación de que todo aquello era demasiado complicado, molesto de aceptar y difícil de cumplir. Estaba casado, ya no era un jovencito, tenía sus responsabilidades profesionales, era un ejecutivo del numeroso ganado de su suegro, y, para colmo, tartamudeaba. Las ovejas no se habían enterado de esto último, pero los hombres era lo primero que advertían y más de una vez había quedado en ridículo por ello. La voz le hablaba de una misión ante el Faraón, de una petición arriesgada y hasta de proferir unas amenazas, que no, que no estaba hecho para esos menesteres. ¿Quién era él para venirle con órdenes, sería lo primero que le preguntaría el soberano? ¿Y quién era el que le hablaba para exigirle aquella misión?, se atrevió a decir. Soy el Dios de tus padres, recuerda que desde pequeño te han hablado de Abraham, mi amigo, de Isaac, su hijo, de Jacob, el astuto y atrevido nieto. Ahora bien, si lo que me preguntas es mi nombre, cómo me llamo yo a mí mismo, es imposible que te lo pueda trasmitir, conténtate con saber que soy el que existe sin que nadie le haya engendrado, el que vive sin necesitar sustento, el que nunca morirá, porque soy yo mismo la vida. Y si todo esto te resulta enigmático llámame simplemente Yahvé. Y no pongas más excusas, marcha inmediatamente, que yo iré, ocultamente, a tu lado ayudándote.

 

Moisés fue al encuentro del Faraón y le trasmitió el mensaje de Yahvé, pero como lo que le explicaba no le convencía, tuvo que pasar a los hechos. Decidió declararle la guerra, a él y a su Estado Mayor, inventando una batalla muy peculiar. No tomó su cachava para agredir a  alguien sino para luchar contra las armas de los otros, léase los bastones de los sabios del Faraón. Este invento de Moisés, ¿o fue de Dios?, todavía no lo ha imitado nadie, y es una lástima, pues a mí me parece un gran invento. ¿Os imagináis una guerra entre dos países que se desarrollase de la manera que os voy a contar? En primer lugar habría que colocar en una isla desierta, estratégicamente ordenados, los cañones y fusiles, en el lugar que el Estado Mayor juzgase más apropiado; los tanques, tanquetas y carros blindados, en su sitio; los lanza misiles y lanzagranadas en otro y, bien ocultos a miradas enemigas, los sistemas estratégicos. Tamaño montaje lo harían ambos ejércitos y dejarían actuar a sus anchas a las armas, alejándose de la isla las personas. Al cabo de un tiempo, y finalizada la batalla, los soberanos volverían para comprobar los resultados. Guerras así tal vez serían costosas pero hasta resultarían divertidas y más bonitas que un espectáculo de fuegos de artificio. Pero ya hay bastante, volvamos a Moisés y su rival. Como todavía no se había inventado la pólvora, ni la bomba H, ni la de neutrones, utilizaron unas armas muy sencillas: los bastones, que se convirtieron en serpientes. Todas las de los magos egipcios contra la única de Moisés. Aquello parecía una película de los tres mosqueteros y como en estas, y poco a poco, fue ganando el florete, digo la serpiente, del hebreo. Se las comió todas. Con ello el destino, mejor dicho Dios, demostraba que Moisés tenía razón y había ganado la batalla. Pero el Faraón no quería de ninguna manera admitir que aquel puñado de extranjeros, por muy buen sentido que tuvieran, lograsen la libertad y pudiesen además viajar, con los papeles en regla. No se olvide que el racismo es muy antiguo. Que permanecieran vivos no le enojaba demasiado, podían servirle de mozos de cuerda, peones de la construcción o bufones de palacio. Pero irse alegremente, de ninguna  manera. ¡Pobres egipcios! Cuando Dios interviene directamente contra alguien, hay que recordar que lo hace muy pocas veces, ya se pueden poner a temblar. Como los de Egipto eran muy tozudos, tuvo que insistir en sus argumentos. La décima vez que intervino fue la definitiva, una noche que Yahvé la pasó despierto, pues su pueblo celebraba una gran fiesta, tradicional y alegre, y eso del reír humano a Dios le hace mucha gracia, decidió que de aquella no pasaba: les dio a los egipcios tal paliza, que doloridos hasta les pagaron para que se fueran donde les diera la gana.

 

Al principio en el desierto el pueblo las pasó negras. Es como a un chico cuando le tocaba ir a la mili, vengan horas de instrucción, imaginarias, guardias los domingos, maniobras de campaña, posibilidad de ir al calabozo... Dicho esto, para ellos, significaba: calor sofocante, comida en conserva y un montón de penas y trabajos. Este conjunto de pruebas lo quería Dios para que su gente se tornase decidida y robusta, valiente, en una palabra: pobladores del desierto, que es lo mejorcito que hay. Pero Moisés no sabía cómo arreglárselas, claro que Dios mandaba y disponía, pero quien estaba al pie del cañón, es decir junto al pueblo, era él, que las pasaba canutas muchos días.

 

Un día Dios quiso dar a su pueblo una constitución. Quiso que estuviera bien hecha, sin enmiendas, ni consensos, sin artículos transitorios, ni excepciones, hecha a medida, como de buen sastre. La ley debía dejarlo todo muy claro, ya que era una ley para hombres libres que debían obrar con bondad. Le tocó a Moisés ir a buscarlab a la cima de una montaña, debía subir a pie y bajar después con el documento a cuestas. Cuando yo he subido me ha tocado encaramarme por 3.750 escalones, dicho de otra manera elevarme en poco rato y por la noche, que es cuando el sol no achicharra, 2.250 metros (las cifras las he leído en libros serios pues yo subía con la lengua fuera y no tenía fuerzas para hacer cálculos). Pero el que fue salvado de las aguas, a pesar de su edad, sus achaques y las obligaciones de su cargo, lo dejó todo y subió. Allá en la cumbre se encontró tan bien que se quedó charlando con Dios cuarenta días, que, aunque se trate del desierto, son muchos días, y es que el tiempo se les iba volando y además lo que para los hombres es casi un mes y medio para Dios es sólo un instante. Finalmente bajó, mientras descendía brincaba de contento, faltaba solo la ratificación del contrato por el pueblo para inmediatamente recibir a raudales los favores del Altísimo. Pero resulta que el pueblo se había olvidado de Moisés y de lo que había subido a hacer en la cumbre. Para la gente cuarenta días eran demasiados días sin tener una autoridad que diera órdenes, así que se dio al baile y al canto y en vez de hacerlo pensando en su Dios danzaron alrededor de un becerro dorado que se hicieron. Cuando lo vio Moisés faltó poco para que le diera un infarto y, rabioso contra el pueblo, contra sí mismo y contra todo bicho viviente, rompió, lanzando contra las rocas, las losas donde se había escrito aquella Ley tan buena. No porque todo se hizo pedazos se acabó el mundo ni la historia de este pueblo, aunque la bronca del jefe fuera de campeonato. El pueblo tuvo que poner la marcha atrás y a él le tocó volver a subir, escuchar, cargar con otras piedras y bajar para aceptar, ratificar y seguir viviendo, sudando, caminando y esperando.

 

Moisés, como buen hombre de desierto que era, tenía coraje, ojos para escudriñar el infinito y conciencia de lo que la gente esperaba de él. Estas son las razones por las que entre él, Dios y la arena de aquel yermo, aquel puñado de antiguos esclavos, adquirió conciencia de pueblo soberano, supieron que serían una nación, les tocaría luchar para conseguir lo que de antiguo tenían reservado, pero en aquel despoblado lugar habían recibido una fe, su gran tesoro, y con ella eran capaces de llegar hasta el final.

 

Moisés caminaba siguiendo una luz que Dios le encendía. De cuando en cuando los dos se encontraban en amigable charla, ahora acontecía en la tienda del encuentro (que el pastor ya no estaba para trotes) hacían balance, recibía consejos y le consolaba. El hombre era pesimista casi siempre, Dios optimista, y, al final, ganaba el entusiasmo de Yahvé. Y así, caminando y descansando, durmiendo y velando, sudando y comiendo lo que cogían o lo que les era providencialmente enviado, llegaron a la patria tantas veces anunciada.

 

 Un día que Moisés miraba y remiraba aquella tierra soñada, con sus pliegues y repliegues, Dios llamó junto a sí a su amigo y se lo llevó para siempre. Sólo una vez le dejó volver a aquella tierra, la que manaba leche y miel, con la que había soñado siempre, fue en aquella ocasión en que con su compañero Elías, otro hombre del desierto, se encontraron en el monte Tabor con su Hijo predilecto. Pero no añoró volver, en el Cielo y junto a su Dios se está muy bien. 

 

 

4.- INVOCACIÓN A MOISÉS QUE DESCANSA EN EL DESIERTO A LA SOMBRA DE UNA RETAMA.

 

Moisés, estás cansado. Toda tu vida ha sido ir acumulando fatiga. Arrastrar un pueblo requiere mucho esfuerzo y si este pueblo es de miras mezquinas el desfallecimiento y el desespero sacan de quicio. Te encuentro preguntándote apesadumbrado por qué habías de ser tú el escogido para esta empresa. Una pregunta semejante me la hago con frecuencia yo también, pero se da el caso de que muchas veces huyo de responsabilidades y en cambio tú aceptas y vuelves a emprender el camino cada mañana, y cada atardecer vuelves a constatar que el pueblo, tu pueblo, es tozudo y no se merece tus desvelos. Pero es Dios el que lo quiere y Él si que se merece tu fidelidad. No importa que ese Dios sea misterio, no importa que la arena del desierto haga más pesada la marcha bajo el sol ardiente, no importa que el pueblo se subleve, no importa que estúpidamente añore los pepinos y las cebollas de Egipto. Nada de esto importa, Dios quiere que conduzcas al pueblo, te ha tocado salvarlo, darle coherencia, eres consciente de que tu fidelidad a Dios no se expresa conduciendo rebaños de tu suegro, debes dar órdenes a personas, legislar, compartir el poder, encontrar y lograr que mane agua, rezar en la cima de una colina, enseñar a curar mordeduras de las víboras ¡Cuán grande ha de ser tu ingenio!

 

Yo te admiro, Moisés, porque no pierdes nunca la esperanza. El Dios de Israel, tu Dios, te ha dicho que no entrarás en la Tierra Prometida, que para ti no habrá en tu vida un galardón, que no reinarás nunca, que no serás rico, ni poderoso... ni cuando mueras levantarán sobre tu sepultura un mausoleo. No obstante, has escuchado una llamada, eres un hombre responsable, Dios ha confiado en ti y no puedes desfallecer.

 

Tu coraje deviene inhumano porque es sobrehumano. Tus gentes, siguiéndote en la soledad del desierto, alcanzan la Fe, obtienen una Ley, consiguen fuerza, descubren un camino, elaboran un proyecto de futuro, se hacen consciente de que son un pueblo, viven en la esperanza de un destino.

 

Desde el momento en que tú en la montaña divisas la tierra que mana leche y miel, pero que no podrás pisar, y no obstante ello, estimulas a los tuyos a conquistarla, a dominarla, a convertirla en lugar de asentamiento a perpetuidad, empieza a trenzarse una cuna para el Mesías, a edificarse una casa, a germinar la semilla que un día será árbol y de su madera harán una cruz y esta cruz se convertirá en redención para todo el mundo.

 

¡Oh! Moisés yo quisiera vivir en el desierto como tú, donde todo es absoluto, pero no puedo. Enséñame a construir un pequeño desierto en mi corazón y a levantar una montaña en medio, donde  yo también, como tú, encuentre a Dios y tenga coraje, guía, amistad. Enséñame a salir de mi casa, a dejar mis múltiples enseres, tantos de ellos innecesarios, mis costumbres, los lazos inútiles que ato, a tener un corazón abierto al diálogo, a pisar mi pereza y traspasarla, a librarme de mis errores y convencimientos, para dejarme trasformar solo por Dios, que en mí, pequeño como soy, también ha depositado proyectos de salvación.

 

 

5.- ORACIÓN A DIOS AL VER A MOISÉS EN LA CIMA DEL MONTE NEBO, CON LA VISTA CANSADA POR LA VEJEZ Y MIRANDO A TIERRA SANTA.

 

¡Oh Dios de Moisés y del Sinaí ! sé silencio en mi corazón para que yo también sea silencio interior y pueda escuchar tu voz. Mi mundo está lleno de barullos, de músicas atronadoras, de vehículos ruidosos, de armas mortíferas y, por mucho que yo cierre los ojos y tape mis oídos, es el  ruido interior el que invade todo mi espíritu. No puedo escucharte, muchas veces he querido saber que esperas de mí y no he podido oír tu voz. Haz un desierto dentro de mí y háblame desde él al oído, como hiciste a Moisés desde la zarza.

 

Oh, Dios, también yo en momentos de genio he roto tu Ley y he querido, como el pueblo en la llanura, hacerme un dios a mi medida y a mi gusto. Que reconozca, Señor, que la ley que yo pueda darme es estrambótica, que debo recuperar la tuya, aunque la encuentre desmenuzada por el pecado, que debo volver a subir, a sudar, a esperar, pero nunca abandonar el intento de recuperarla y tornar a su cumplimiento.

 

Oh, Dios muchas veces me he olvidado de los míos, he querido olvidar sus vicios, sus desgracias, sus pecados. No he querido, en otros momentos, reconocer sus cualidades, sus virtudes, sus bondades. Únicamente me interesaba por mí mismo. Te he querido a veces para mí solo, vuelto de espaldas a los otros, y entonces te he descubierto vuelto de espaldas a mí. Sé que me quieres solidario con los míos, sean estos buenos, rudos, caminantes decididos o perezosos protestones. Haz que me sienta y sea responsable de los que me rodean. Dime qué hombre o qué pueblo, por tu querer, he de conducir y ayudar a salir de la esclavitud del pecado, de la injusticia, de la ignorancia, del error, de la droga, de la pobreza o del vicio.

 

Oh, Dios, tú que salvaste a Moisés de las aguas sirviéndote de una princesa extranjera y al pueblo hebreo mediante la vara de Moisés le libraste de las aguas del Mar Rojo, sácame a mí de la indiferencia, de la insensibilidad, de la falta de solidaridad, de la falta de respeto hacia mi pueblo. Que viviendo anclado en el presente sepa salir hacia un futuro útil para los demás. Que en mis proyectos no me falte la decisión, que no pierda la ilusión, aunque un día vea acercarse el fin de esta vida, sin haber probado aquello que, gracias a mí, los otros disfrutarán. Y que al llegar a este final de mi historia terrena, pueda ver mi existencia como una labor bien realizada y espere el encuentro contigo entusiasmado, porque gracias a tu ayuda, como Moisés, haya permanecido fiel.